Mundo ficciónIniciar sesiónCatalina Moretti siempre supo que el apellido que llevaba era una condena. Creció en una jaula dorada, rodeada de lujos que nunca le pertenecieron, bajo la sombra de un padre mafioso que veía en ella una pieza más en el tablero del poder. Lo que nunca imaginó fue que una sola mirada bastaría para sellar su destino. Dario Mancini no negocia. No pide. Reclama. Su nombre es sinónimo de muerte, y su sola presencia basta para doblegar al más valiente. Pero cuando sus ojos se posan en Catalina, no ve un trato ni una alianza. Vé propiedad. Una reunión bañada en sangre es suficiente para dejarlo claro: Catalina Moretti pertenece a Dario Mancini. Aunque ella lo odie. Aunque lo desafíe. Aunque prefiera la muerte antes que rendirse. Porque en el mundo de la mafia, el amor nunca es un refugio. Es una guerra. Y Catalina está a punto de descubrir que no hay cadenas más fuertes que las que se forjan con sangre y deseo.
Leer másEl murmullo de los invitados flotaba como un enjambre inquieto entre las paredes de mármol. Risas forzadas, brindis cargados de segundas intenciones, conversaciones en voz baja que ocultaban amenazas bajo la máscara de la cortesía. Catalina Moretti conocía bien ese lenguaje no dicho: había crecido entre hombres que medían sus palabras como cuchillas y mujeres que sabían sonreír incluso cuando estaban a punto de romperse.
La mansión de su padre brillaba esa noche como un templo al poder. Candelabros de cristal bañaban la sala en destellos dorados; alfombras persas amortiguaban los pasos de zapatos caros; los meseros desfilaban con bandejas repletas de copas, atendiendo a cada invitado como si fueran reyes. A ojos externos, era una fiesta elegante. Para Catalina, era otra representación más de la farsa en la que vivía.
El vestido rojo la abrazaba con fuerza, marcando cada curva. Había protestado, pero de nada sirvió. “Es perfecto para ti”, había dicho su madre al dejarlo en la cama. Perfecto. Esa palabra la perseguía desde niña. Debía ser la hija perfecta, la mujer perfecta, la joya más perfecta de Giovanni Moretti.
Y allí estaba, atrapada bajo esas luces, sintiéndose como una mariposa clavada en un escaparate.
Se refugió cerca de una mesa con copas de champagne. Alzó una y bebió un sorbo, aunque el líquido burbujeante le sabía a metal. Miró a su alrededor: hombres con trajes de corte impecable, relojes que valían más que un coche, y miradas afiladas como cuchillas. Sabía quiénes eran, aunque nadie lo dijera en voz alta. Capos, aliados, enemigos. Lobos disfrazados de caballeros.
—Catalina. —La voz grave y autoritaria de su padre retumbó a sus espaldas.
Ella enderezó la espalda de inmediato. Giovanni Moretti era un hombre al que nadie le decía “no”. Ni siquiera su hija.
—Ven. —Él le tendió la mano, como quien invita pero ordena al mismo tiempo—. Quiero presentarte a alguien.
Catalina sonrió con la máscara de siempre, obediente y elegante, y lo siguió. A cada paso, las miradas se posaban en ella. Sabía lo que pensaban: “la princesa de los Moretti”. Nadie imaginaba lo cansada que estaba de ese título.
Caminaron entre el gentío hasta detenerse frente a un hombre. Y en ese instante, el tiempo pareció fracturarse.
Él no era como los demás.
Alto, con un porte imposible de ignorar, vestía un traje negro que parecía una segunda piel. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con descuido calculado, y en su mandíbula se dibujaba la sombra de una barba incipiente. Pero lo que realmente la golpeó fueron sus ojos: oscuros, intensos, como un pozo profundo que devoraba todo a su paso.
La sala parecía apagarse alrededor de ellos. Catalina sintió cómo su respiración se volvía irregular, aunque intentó ocultarlo. Había escuchado su nombre antes, en susurros que recorrían pasillos prohibidos.
—Dario Mancini —anunció Giovanni con una sonrisa que destilaba orgullo.
El apellido cayó como un trueno. Catalina había oído demasiadas historias: negocios sellados con cadáveres, ascensos bañados en sangre, una reputación que imponía incluso entre mafiosos. Dario Mancini no era un aliado cualquiera; era un depredador.
Catalina bajó la vista un instante, recordando el protocolo.
—Un placer, señor Mancini —dijo con una voz firme que no revelaba el temblor en su pecho.
Él no respondió de inmediato. La observó con un detenimiento que rozaba lo insolente, como si quisiera grabar cada línea de su rostro, cada movimiento de su cuerpo. Cuando por fin habló, su voz fue grave, profunda, vibrando como un secreto peligroso.
—El placer es mío, signorina.
Le tomó la mano antes de que pudiera reaccionar. Su contacto fue firme, demasiado firme, envolviéndola en un calor que se esparció por su piel como fuego. Inclinó la cabeza y rozó sus nudillos con los labios. El gesto, en cualquier otro hombre, habría sido caballeroso. En él, resultaba perturbador. Había algo en sus ojos que lo convertía en una declaración silenciosa.
Catalina sintió que todos en la sala se desvanecen. Solo estaban ellos dos. Sus uñas se clavaron en la palma, obligándose a mantener la calma.
—Catalina es mi orgullo —dijo Giovanni, palmeando el hombro de su hija, como quien presume un trofeo brillante—. Inteligente, obediente, hermosa... siempre ha sido mi joya más preciada.
La frase le quemó por dentro. Joyas. Objeto. Exhibición. Y en la mirada de Dario, vio algo que la heló: aceptación. No lo miraba como un cumplido vacío, sino como una verdad. Como si realmente la considerara algo que podía poseer.
Él soltó su mano, pero no apartó la mirada.
—Una joya, sí —murmuró en voz baja, con un tono que sonaba demasiado íntimo para ser casual.
Catalina parpadeó, incapaz de moverse. Quiso responder, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Giovanni rió satisfecho y alzó su copa, brindando con otros hombres que se acercaban. La conversación cambió hacia negocios, acuerdos, promesas de poder. Catalina apenas escuchaba.
Su atención estaba fija en Dario, que no se molestó en disimular. No apartaba los ojos de ella. Era una mirada sin pudor, sin máscaras, la de un hombre que estaba eligiendo algo... o a alguien.
Sintió un escalofrío recorrer la columna.
De repente, la música de fondo parecía demasiado suave, las risas demasiado lejanas. La sala, con toda su opulencia, se transformó en una jaula aún más pequeña. Y Dario, con esa intensidad, se convirtió en el lobo al otro lado de los barrotes.
Catalina bajó la mirada hacia su copa, intentando recuperar el control. Respiró hondo, pero su corazón seguía golpeando como un tambor desbocado.
Lo supo con la misma certeza que había aprendido a reconocer los gestos de su padre. Supo que ese hombre no estaba allí por alianzas, ni por negocios, ni por su padre.
Dario Mancini estaba allí por ella.
Y esa certeza, aunque la aterró, encendió un fuego oscuro en lo más profundo de su ser.
Un fuego del que no estaba segura de querer escapar.
(Punto de Vista de Luna Mancin)La fortaleza estaba decorada para Navidad, pero no con luces baratas: guirnaldas de acebo real traídas de Calabria, velas rojas en todas las ventanas y un árbol de tres metros en el salón principal que Anya y los chicos habían cortado ellos mismos en los bosques de Luca De Luca.Hoy llegaban los calabreses para la cena anual de Navidad.Y con ellos venía Gia De Luca.El pacto de sangre que papá y Luca firmaron hace dieciocho años tenía una cláusula que todos recordábamos perfectamente: cuando naciera el heredero o heredera Mancini, se prometería en matrimonio con un De Luca para unir para siempre las dos familias.Yo era la heredera.Y Gia, la única hija soltera de Luca, era la prometida.El problema: Gia tenía veintinueve años, era abiertamente lesbiana desde siempre, y yo… yo acababa de besar a Killian Drakov en un acantilado y no podía sacármelo de la cabeza.Pero el pacto era sagrado.Y nadie lo había roto nunca.La cena empezó a las ocho.La mesa l
(Punto de Vista de Luna Mancini – 14 de diciembre, un día después del cumpleaños)Me desperté con el sol pegando fuerte en la ventana de mi torre.La katana de Killian Drakov estaba apoyada contra la pared, brillando como si me mirara. El anillo de Irina en mi dedo parecía pesar más que ayer.Bajé a desayunar con la familia.El salón estaba lleno: mamá preparando espresso, papá leyendo el periódico con cara de querer matar a alguien (seguramente a Killian), Anya revisando armas en la mesa como si fueran juguetes, y los pequeños (ya no tan pequeños) discutiendo sobre quién había ganado la partida de póker de anoche.Me senté al lado de mamá y robé un cannolo de su plato.—Buenos días, reina del drama —dijo Anya con sarcasmo—. ¿Dormiste bien después de que tu novio ruso casi provoque una guerra en tu fiesta?—No es mi novio —respondí con la boca llena—. Y si lo fuera, al menos tiene buen gusto en regalos.Papá dobló el periódico de golpe.—Ese regalo vale más que tres coches. Y viene co
(Punto de Vista de Luna Mancini – 13 de diciembre, 18 años)No me gusta que me miren como si fuera una princesa en una vitrina.Y hoy, en la fortaleza todo el mundo me mira exactamente así.Estoy en el salón principal, vestida con un traje negro hecho a medida que me marca cada curva sin pedir permiso: chaqueta corta, pantalón alto de cintura, camisa de seda blanca abierta hasta el tercer botón y botas militares negras con tacón de acero. El colgante de Irina en el cuello, el anillo negro de Irina en el dedo, y una sonrisa que dice «intenta algo y te arranco la garganta».Porque hoy cumplo dieciocho.Y hoy la fortaleza está llena de capos que vienen a jurar lealtad a la próxima generación.Papá está en su trono improvisado al fondo, con su traje negro y la cicatriz que le cruza la ceja brillando bajo las luces. Mamá a su lado, preciosa con un vestido rojo sangre, la mano siempre apoyada en la barriga como si aún protegiera a alguien. Los cinco hermanos adoptivos están en fila detrás d
(Punto de Vista de Luna Mancini – 13 de diciembre, 18 años)La fortaleza sigue oliendo a limón y pólvora, pero ahora también huele a café recién hecho y a pintura al óleo. Mi estudio está en la torre oeste: lienzos por todas partes, pinceles en tarros de cristal, y una ventana que otra granada desactivada que uso de pisapapeles. Pintar es mi forma de gritar sin abrir la boca.Hoy cumplo dieciocho. Y hoy, por primera vez, voy a romper la única regla que mis padres nunca escribieron, pero todos conocemos: no salir sola de la fortaleza sin escoltada.Me miro en el espejo del baño: pelo negro largo hasta la cintura, ojos verdes que brillan cuando me enfado, y el colgante de luna creciente que Irina Volkov le regaló a mi madre el día que nací. Lo llevo siempre. Es mi amuleto y mi advertencia.Bajo las escaleras descalza. La casa está en silencio porque todos creen que aún duermo. En la cocina encuentro a Anya (ahora con veintinueve años, mi hermana mayor en todo menos en sangre) preparando
(Punto de Vista de Catalina – 13 de diciembre, primer cumpleaños de Luna)La fortaleza Mancini nunca había estado tan llena de vida.Los viñedos estaban cubiertos de luces blancas que parecían estrellas caídas. El patio principal se había convertido en un parque infantil gigante: columpios de madera, un castillo hinchable con forma de lobo, mesas largas cargadas de dulces sicilianos, cannoli, cassata, granita de limón, y una tarta de tres pisos que Salvatore había pasado tres días decorando con lobos de fondant y una luna gigante de chocolate blanco.Luna cumplía un año.Y con ella, nuestra familia imposible cumplía un año de existencia.Anya, ahora con once años recién cumplidos, era la reina de la fiesta. Llevaba un vestido rojo idéntico al que usó el día que Irina se fue, pero esta vez sin miedo en los ojos. Corría de un lado a otro organizando a los niños como una generala: Luan (doce años) manejaba la música, Rosalia (nueve) repartía globos, Arben (catorce) controlaba la pirotecn
(Punto de Vista de Catalina – 38 semanas de embarazo – finales de marzo)La primavera llegó a Sicilia como una explosión de almendros en flor y olor a azahar.Mi barriga era ya un planeta propio. Caminaba como un pato armado y dormía sentada porque si me tumbaba del todo el bebé usaba mis costillas de portería de fútbol.Dario se había vuelto insoportable de lo protector que estaba:Dos ginecólogos privados viviendo en la fortaleza.Ecografías cada tres días.Un quirófano móvil instalado en el sótano por si había que hacer una cesárea de emergencia.Y, sobre todo, una nueva enfermera obstétrica que llegó recomendada por la clínica privada de Palermo: María Esposito, morena, ojos cálidos, sonrisa tranquila, cuarenta y tantos años y manos que parecían hechas para traer niños al mundo.A mí me cayó bien desde el primer día.Hablaba poco, pero cuando lo hacía era con una voz suave que calmaba hasta a Anya, que normalmente desconfía de todo el mundo.—Tranquila, signora Mancini —me decía m





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