Mundo ficciónIniciar sesiónLa vida de Alessia, heredera de un poderoso imperio empresarial, se derrumba cuando su padre la obliga a casarse con Dante Morello, un hombre marcado por la mafia y las deudas de sangre. Lo que comienza como un matrimonio de conveniencia pronto se convierte en una peligrosa batalla de orgullo, deseo y secretos ocultos. Entre ellos arde una pasión imposible de negar, pero cada caricia está envenenada por la traición y la venganza. Las sombras de su pasado los persiguen y, cuando las verdades salen a la luz, ambos descubrirán que un hilo oscuro los une más de lo que jamás imaginaron. Cuando el amor nace en medio de la violencia, ¿será capaz de sobrevivir al precio de la lealtad y la sangre? ✨ Una historia de romance oscuro, giros inesperados y emociones al límite, donde la línea entre el odio y el amor es tan fina como peligrosa.
Leer másEl cristal de mi oficina refleja la ciudad como un cuadro en movimiento que cuenta su propia historia. La avenida principal late de autos y luces rojas, como venas congestionadas que palpitan al ritmo frenético de la tarde. Desde aquí, en el piso treinta y dos, todo parece ordenado; allá abajo, en cambio, manda el caos que decide cuándo una negociación se gana y cuándo una familia se desploma.
Apoyo la mano sobre el escritorio de nogal oscuro y evalúo lo que proyecta mi imagen. Traje negro que cae exacto sobre los hombros. Camisa de seda color marfil, cuello limpio, líneas rectas. Labios pintados en rojo; no un rojo que pida permiso, sino uno que advierte. Quien entra a esta oficina mide sus palabras o aprende por las malas.
En mi mundo, la primera impresión es un arma, y yo nunca entro desarmada. Ese cosquilleo en la nuca me visita antes de cada batalla. No es miedo: es el cuerpo afilando sus sentidos. Crecí en una casa donde la lealtad pesa más que los contratos y donde un error a tiempo cuesta menos que una duda a destiempo.
—Señorita Montenegro —la voz de Lucía corta el silencio con precisión—, su padre la espera en la sala de juntas.
Mi mandíbula se tensa. Alejandro Montenegro no es un hombre que «espere» a nadie. Es de los que hacen que los demás esperen. Si vino hasta aquí, a mi empresa y no se quedó en su residencia rodeado de aduladores, algo se corrió de sitio.
Recojo la tablet, cierro la carpeta con los informes y camino hacia la puerta. Los tacones resuenan en el mármol gris con ese ritmo que me acompaña desde niña: metrónomo de guerra. La recepcionista baja la mirada cuando paso; en ese gesto hay respeto, y también el eco de un temor útil. En este edificio cada quien entiende su lugar. Esa claridad nos mantiene vivos.
—¿Quiere que le lleve café? —pregunta Lucía, siguiéndome a un paso.
—Doble. Sin azúcar —respondo sin mirarla—. Y llama a Jurídico. Quiero los estados actualizados antes de las cuatro.
El pasillo es un corredor de luz cálida y paredes pulcras. A medida que avanzo, el aire cambia de temperatura; la alfombra absorbe el ruido, pero yo escucho lo que importa: mi respiración medida, el golpe firme de mis pasos, el hielo del whisky de alguien en la sala contigua. Detalles. Siempre detalles.
Doblo en la esquina. La puerta de la sala de juntas es una losa de madera impecable con herrajes de acero pulido. El umbral tiene un brillo distinto hoy, como si supiera lo que se va a decir dentro. No me gusta la superstición, pero sé leer señales.
—¿Está bien? —susurra Lucía, porque me conoce el gesto.
—Define «bien» —respondo, y dejo que se trague la réplica.
Respiro hondo. En mi cabeza se acomoda una imagen antigua: el tablero de ajedrez del salón, las manos de mi padre moviendo la reina con ese respeto exagerado que nunca entendí. «La reina es libertad», decía. «La reina decide el mapa del tablero». No dijo «la hija». Dijo «la reina».
Ajusto la chaqueta, enderezo la espalda, roto el cuello hasta que cede la rigidez. El reloj del pasillo marca y desmarca segundos como si fueran fichas. El latido en mis sienes acompasa el compás. Nada de esto es nuevo. Lo nuevo es que hoy él vino hasta mí.
Apoyo los dedos en el picaporte. Está frío. El metal siempre dice la verdad. Pienso en la palabra «problema» y en cómo suena en la boca de Alejandro: no es alarma, es sentencia. Él no trae preguntas. Trae decisiones.
—Alessia —murmura Lucía, apenas—. ¿Quiere que me quede?
—No. Espera afuera —ordeno.
Su sombra se detiene un paso detrás. La mía trepa por la madera y me devuelve una versión que no parpadea. El mundo allá abajo sigue corriendo. Aquí, en cambio, todo se sostiene en una línea. Abro la puerta y cruzo el umbral.
¿Qué hace Alejandro Montenegro en mi empresa a esta hora y por qué ahora?
DanteEl hospital huele a cloro, a miedo y a prisa. Dos enfermeros reciben a Alessia apenas cruzamos la puerta; no preguntan nombres, no piden papeles. La ven sangrar y eso basta.Se la llevan en una camilla que avanza demasiado rápido, como si el aire pudiera empujarla hacia la vida antes de que yo la pierda del todo.—¡Cuidado con su costado! —grito, pero mi voz ya no les alcanza.La puerta de emergencia se cierra con un golpe seco y me deja afuera, con las manos manchadas de su sangre y el corazón saltando como un animal enjaulado.Valeria llega detrás, jadeando. Su abrigo está lleno de nieve negra, la misma que cayó sobre nosotros al salir de esa maldita casa. Mira mis manos, luego la puerta, luego a mí.—Dante —dice—. Si entras ahí sin permiso, te sedarán.—Que lo intenten.Pero no lo hago. Mis piernas se doblan sin aviso. Caigo en una silla de plástico y aprieto las manos contra mi rostro. Todavía puedo sentir su peso, el temblor de sus dedos, el calor de su sangre empapando mi
DanteLa oscuridad cae sobre Villa Aurelia como una bestia que cierra los ojos. El apagón no es un accidente: es la señal. El generador tose, la luz parpadea y después muere del todo, dejando el pasillo sumido en una penumbra azulada que sabe a oportunidad.Empujo la sección débil del muro, la que he estado aflojando durante días. La madera cede con un crujido que se pierde entre los truenos de la tormenta. Al otro lado, escucho dos golpes suaves, precisos. Es nuestro lenguaje. Estoy aquí.—Aguanta… —susurro.Fuerzo el panel hasta que se abre lo suficiente. La rendija deja escapar un hilo de aire helado y, después, su silueta. Alessia emerge de la oscuridad con el rostro pálido y los labios partidos, pero los ojos, los ojos tienen una fuerza que me rompe y me recompone al mismo tiempo.—Vamos —le digo, y la tomo de la mano.Ella asiente. Se mueve despacio, sostenida más por voluntad que por fuerzas reales. Rodeo su cintura con un brazo y avanzamos por el pasillo trasero, donde Neri no
ValeriaLa nieve cae espesa, silenciosa, cubriendo todo con una pátina de olvido. La montaña parece un animal dormido que respira con dificultad. La verja de Villa Aurelia aparece por fin entre la bruma: hierro oxidado, faroles encendidos, un muro de aire helado entre nosotros y ellos.El motor del vehículo se apaga. Solo queda el sonido del viento golpeando el parabrisas. Lucía revisa el panel del blackout con los guantes puestos. A su lado, Salvatore aprieta el volante como si estrangulara un fantasma. Alejandro observa en silencio desde atrás, el reloj marcando los segundos que nos quedan antes de la tormenta.—Faltan quinientos metros —dice Lucía, su voz apagada por el pasamontañas.—Blackout listo —añade Salvatore—. Tres pulsos y el generador caerá.Yo asiento, sin apartar la mirada del bosque. En la pantalla térmica, la villa parece una bestia roja latiendo entre copos. No puedo dejar de pensar en Alessia, en ese parpadeo que dejó en el video: A-U-R-E-L-I-A. Un mensaje que ahora
DanteLa noche cae sobre Villa Aurelia como un animal cansado. Afuera, la nieve se acumula en silencio, y dentro, los muros respiran con un ritmo propio, antiguo, como si la casa recordara otras vidas encerradas.Contar los pasos de los guardias se ha vuelto una forma de oración. Cinco pasos, pausa. Tres más. Luego el giro del cerrojo y el roce de la hebilla metálica contra el pasador. Todo ocurre igual cada hora. Todo, excepto el viento.Desde hace tres noches, he notado cómo las lamas de la torre vibran cuando sopla el norte. Ese sonido hueco no pertenece a un muro sólido, sino a una estructura vieja, con huecos donde el aire entra y se enreda. Un conducto. Un pasadizo de sonido.La rutina tiene grietas, y una de ellas respira entre nosotros. El guardia joven pasa con su linterna baja. Su sombra se estira por la pared como una duda. Le lanzo una frase, midiendo el tono:—Las lamas del ala este suenan flojas. Van a romperse.No responde. Pero su mirada se detiene un instante sobre el
AlessiaEl salón está helado hasta en el alma. Las ventanas, cubiertas con planchas, dejan entrar un rectángulo pálido de luz que no calienta nada; el aire huele a metal viejo y a desinfectante. Frente a mí, una cámara con la luz roja encendida me observa como un ojo burocrático. El camarógrafo me mira con la torpeza de quien hace trabajo sin rostro: solo sus manos señalan encuadres, su respiración se vuelve un metrónomo. El Hombre del Abrigo está a un lado, ordenando con calma la edición del desastre: frases, pausas, la confesión que debe desarmar el mito.Me sientan en una silla metálica; me colocan un micrófono en la solapa y me entregan una hoja con el texto que debo leer. Es una declaración que no reconozco: palabras huecas que me imputan incendios de imagen, coordinación y violencia. Me obligan a mirar la lente; la ciudad afuera ya no existe para ellos, solo importa lo que salga de esa caja roja.―Diga la frase ―dice el del abrigo, sin preguntar.Respiro. Hablo. La voz que me p
DanteLa escalera lateral es un secreto antiguo: angosta, con peldaños que crujen en un idioma propio, y un ventanuco que siempre revela un poco de cielo helado. Me guían sin prisa; el guardia joven va delante, con la cara todavía limpia de odio profesional. Tiene esa mirada que cree en el salario y no en las causas.Lo observo por el rabillo del ojo y cuento, internamente, las cicatrices de su uniforme: cuatro costuras mal hechas, sello de una lavandería de puerto, una mancha ligera de aceite en la manga derecha. Pequeños mapas de vida que lo delatan.Subimos tres tramos. Al tercer descanso, me acerco como quien se tropieza con nostalgia y le hablo bajito, como si compartiera un secreto nuevo.—¿Sabes qué empresa saca más combustible de aquí? —pregunto.Se encoge de hombros. No quiere contestar.—Su nombre sale en las facturas que pasan por tus manos —insisto—. «Fundación Puertos Claros». ¿Te suena?Se detiene. La piel del cuello le tiembla al escuchar lo que cree que son palabras a
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