Capítulo 02: El Capo y su Joya

 cálidos sobre las rosas y las fuentes de mármol. El contraste con la opulencia del salón era casi irónico: parecía un lugar de paz, pero Catalina sabía que hasta las flores estaban allí solo como ornamentos, elegidas, podadas y dispuestas para complacer a su padre.El aire fresco de la terraza fue un alivio para Catalina, aunque apenas logró calmar el torbellino que tenía en el pecho. Afuera, el jardín estaba iluminado con faroles que lanzaban destellos

Ella no había tenido elección al ponerse aquel vestido. Tampoco al sonreír. Ni siquiera al acompañar a Giovanni en la presentación. Pero en la terraza, al menos, podía respirar un poco más libremente.

Se apoyó en la barandilla de piedra y dejó que la brisa le acariciaba el rostro. Sus dedos jugaron con la copa que había tomado al salir, aunque no bebió. Necesitaba claridad, no nublarse más.

—Pensé que una joya como tú estaría custodiada de cerca.

La voz la congeló.

Catalina giró lentamente, y ahí estaba él. Dario Mancini, de pie a pocos metros, con las manos en los bolsillos y esa mirada que parecía capaz de desnudar su alma. La penumbra acentuaba los ángulos de su rostro, la sombra de su mandíbula, la intensidad de sus ojos.

—Señor Mancini… —intentó mantener su voz firme, aunque su corazón la traicionaba con un golpe acelerado—. ¿No debería estar dentro, conversando con los hombres de mi padre?

Él sonrió apenas, un gesto tan leve como perturbador.

—Lo hice. —Avanzó un paso, sin apartar los ojos de ella—. Pero descubrí que los negocios más interesantes no estaban en esa sala.

Catalina apretó la barandilla con fuerza.

—Si ha salido para hablar conmigo, temo decepcionarlo. Yo no participo en los asuntos de mi padre.

—Eso lo sé. —Otro paso más. Ahora estaba lo suficientemente cerca para que pudiera percibir el aroma de su colonia: madera oscura, especias, peligro—. No vine a hablar de negocios contigo, Catalina.

El modo en que pronunció su nombre le erizó la piel. Como si lo hubiera probado en su lengua y no quisiera soltarlo.

Catalina intentó recuperar la compostura.

—Entonces, ¿a qué vino?

El silencio que siguió fue peor que cualquier palabra. Dario la miraba con calma, como un cazador que observa a su presa acorralada, no con prisa, sino con la certeza de que el resultado ya estaba decidido.

—Para conocerte —dijo al fin, con voz baja, grave—. Desde hace tiempo sabía de ti.

La confesión cayó como un cuchillo.

Catalina lo miró con incredulidad.

—¿Sabía… de mí?

—No hay mucho que se escape de mi alcance. —Su tono era suave, casi íntimo, pero cargado de un poder que helaba la sangre—. Catalina Moretti. La hija del hombre que se cree intocable. La mujer que todos ven como un adorno, pero que tiene fuego en la mirada.

Ella tragó saliva, obligándose a no retroceder.

—No sé de qué habla.

Él inclinó la cabeza, estudiándola con detenimiento.

—Hablas como si quisieras convencerme… o convencerte a ti misma. —Una sonrisa leve, peligrosa—. Pero yo no me dejo engañar fácilmente.

El silencio entre ambos era denso, eléctrico. Catalina apartó la vista hacia el jardín, intentando romper la intensidad de esa mirada.

—No debería estar aquí, señor Mancini. Mi padre no…

—Tu padre no dicta dónde debo estar. —La interrumpió con calma, pero con un filo en la voz que no admitía discusión—. Ni mucho menos con quién.

El corazón de Catalina dio un salto. Había algo en esa seguridad que resultaba tan aterrador como… fascinante.

—¿Por qué yo? —preguntó casi sin darse cuenta.

Dario se acercó lo suficiente para que apenas unos centímetros separaran sus cuerpos. Su mano se alzó lentamente, como si fuera a tocarle el rostro, pero se detuvo a mitad de camino, dejándola atrapada en la expectativa.

—Porque eres lo único en esta casa que no está podrido. —Susurró cada palabra como un secreto oscuro—. Y porque no hay nada que desee más que aquello que me dicen que no puedo tener.

Catalina sintió que el aire le faltaba. Su instinto le gritaba que retrocediera, que huyera, que pusiera distancia. Pero otra parte de ella, una que no quería reconocer, permanecía inmóvil, cautiva en el magnetismo de ese hombre.

—No soy un objeto que pueda reclamar —dijo con más valentía de la que sentía.

Dario bajó la mano lentamente, pero su sonrisa no se deshizo.

—Eso lo dices ahora. —Su voz era un roce en el alma—. Ya veremos cuánto tiempo puedes mantener esas palabras en pie.

Antes de que pudiera responder, se inclinó hacia ella, no lo suficiente para besarla, pero sí lo bastante cerca para que su aliento la envolviera. Sus labios rozaron el borde de su oído cuando habló:

—Recuerda esto, Catalina: cuando un Mancini pone los ojos sobre algo… lo obtiene.

Y entonces se apartó, dejándola temblando.

Catalina se quedó de pie, con la respiración entrecortada y el corazón golpeando como un tambor de guerra. Aferró la copa con tanta fuerza que creyó que el cristal se rompería.

Lo odió en ese instante. Odió la forma en que la desarmaba, en que invadía su espacio, en que hablaba de ella como si fuera suya. Pero lo que más odió fue el escalofrío que recorrió su cuerpo, el calor que aún ardía en su piel donde él no había llegado a tocarla.

Volvió la vista hacia el salón iluminado. La fiesta seguía, ajena a lo que acababa de ocurrir en la penumbra de la terraza. Nadie sospechaba nada.

Pero Catalina lo sabía.

Dario Mancini había entrado en su vida esa noche.

Y no pensaba dejarla escapar.

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