Mundo ficciónIniciar sesiónCatalina se miraba en el espejo de su habitación, todavía con el vestido negro que había usado esa noche. El eco del vals seguía en sus oídos como una tortura. Cada paso, cada giro, cada mirada que Dario le había clavado frente a todos los invitados había quedado grabado en su piel como un hierro candente.
—Monstruo… —susurró para sí misma, apretando los puños hasta que las uñas se hundieron en sus palmas.
Quería odiarlo. Lo odiaba. Pero odiarse a sí misma era peor, porque cada vez que cerraba los ojos, lo veía. Sentía su calor. Y lo que más la aterraba era que en lo profundo de su cuerpo, ese recuerdo no le producía solo rabia.
Se apartó del espejo, intentando despojarse del vestido, pero un ruido en la ventana la paralizó. Un crujido leve, un roce metálico. El corazón se le detuvo por un instante.
—No… —murmuró, caminando lentamente hacia la cortina.
Antes de que pudiera abrirla, la voz grave y oscura la envolvió.
—Pensé que no querías despedirte de mí después de nuestra pequeña danza.
Catalina giró bruscamente. Ahí estaba. Dario Mancini, de pie junto a la ventana entreabierta, como si la oscuridad misma lo hubiera traído. Su silueta imponente se recortaba contra la luz de la luna, y sus ojos brillaban como brasas encendidas.
—¿Qué hace aquí? —preguntó ella, con la voz quebrada de furia y miedo.
Él sonrió con calma, como si la respuesta fuera obvia.
—Dónde estás tú, estoy yo. —Avanzó un paso dentro de la habitación, cerrando la ventana tras de sí—. No te sorprendas, Catalina. Sabías que vendría.
Ella retrocedió hasta quedar contra la pared, sintiendo cómo el corazón golpeaba en su pecho.
—Esta es mi habitación. No tiene derecho.
—No necesito derecho. —Su tono fue un susurro cargado de poder—. Tomo lo que quiero. Y ahora mismo, lo que quiero… eres tú.
Catalina tragó saliva, intentando reunir fuerzas.
—No soy tuya —dijo, cada palabra era un desafío.
En un parpadeo, Dario acortó la distancia. Sus manos se posaron contra la pared, una a cada lado de su rostro, atrapándola. El olor a whisky, a tabaco y a peligro la envolvió.
—Dilo otra vez —susurró él, tan cerca que sus labios rozaban apenas la comisura de los suyos—. Dilo, y veré cuánto tiempo puedes seguir negándolo.
Catalina levantó el mentón, temblando pero firme.
—No. Soy. Tuya.
Dario sonrió, y sin darle tiempo a reaccionar, la besó.
Fue un beso brutal, arrebatado, cargado de dominio. Catalina forcejeó, golpeó su pecho con los puños, pero él no cedió. Sus labios devoraban los suyos con una intensidad que la hacía perder el aire, como si quisiera grabarse en su memoria para siempre.
El calor la atravesó, su cuerpo reaccionó con una traición que la desgarraba por dentro. Quiso odiarlo, quiso rechazarlo, pero su piel ardía bajo su contacto.
Con todas sus fuerzas, logró apartar el rostro, jadeando.
—¡Basta! —gritó, con lágrimas en los ojos—. No tiene derecho a hacerme esto.
Dario la sostuvo por la barbilla, obligándola a mirarlo. Sus ojos oscuros brillaban con un fuego que la aterraba y la atraía al mismo tiempo.
—Lo que pasó abajo, en ese salón, fue un aviso. —Su voz era un rugido contenido—. Este beso, Catalina, es una promesa.
Ella intentó apartarse, pero su agarre fue firme.
—Me odiarás por lo que te hago sentir —continuó, bajando la voz hasta convertirla en un susurro mortal—. Pero llegará el día en que me pedirás más. Y ese día, Catalina… no tendrás escapatoria.
Las lágrimas rodaron por las mejillas de ella, mezcla de rabia, miedo y algo más oscuro que no se atrevía a nombrar.
—Nunca —dijo con un hilo de voz—. Nunca voy a pedirle nada.
Dario la soltó de golpe, dándole un paso de distancia. No porque hubiera cedido, sino porque había conseguido lo que quería. Ella temblaba, jadeaba, estaba marcada por su beso. Y lo sabía.
—No me interesa tu nunca. —Se enderezó, componiendo su chaqueta con calma, como si la escena no hubiera sido más que un trámite—. Solo me interesa tu inevitable.
Catalina se dejó caer contra la pared, respirando con dificultad.
Dario avanzó hacia la puerta, pero antes de salir, se giró y la observó una vez más, con esa mirada que la desnudaba por dentro.
—Eres mía, Catalina Moretti. No por elección, sino por destino. Y pronto, hasta tú misma lo aceptarás.
La puerta se cerró tras él con un clic suave, como si no acabara de irrumpir y devastar su mundo.
Catalina se llevó una mano a los labios, temblando. Los sentía aún ardientes, marcados por la brutalidad de ese beso.
Lo odiaba. Con cada fibra de su ser lo odiaba. Pero en el fondo de ese odio había algo más: una llama que no podía apagar, un deseo que la estaba consumiendo viva.
Y eso era lo que más la aterraba.







