Mundo ficciónIniciar sesiónEl resto de la noche transcurrió como una pesadilla envuelta en seda. Catalina regresó al salón, obligada a fingir sonrisas mientras su padre hablaba de negocios y cerraba alianzas como si fueran simples apuestas de cartas. Cada palabra que escuchaba sonaba hueca, porque su mente seguía atrapada en lo ocurrido en la terraza.
Dario Mancini no volvió a acercarse. Al menos, no físicamente. Pero su presencia se sentía. En cada rincón al que Catalina giraba, allí estaba su mirada: fija, implacable, sin pestañear. Era como tener un lazo invisible atado al cuello, un recordatorio constante de que él no había dicho esas palabras en vano.
“Cuando un Mancini pone los ojos sobre algo… lo obtiene.”
Catalina intentó ignorarlo, pero la certeza ardía bajo su piel.
Al terminar la velada, su padre la despidió con un beso en la frente y un “has estado perfecta esta noche” que sonaba más a orden cumplida que a elogio. Subió las escaleras hasta su habitación, con los tacones resonando en el mármol. Una vez dentro, cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, como si pudiera bloquear así todo lo que amenazaba con derrumbarla.
Se miró en el espejo. El vestido rojo, la piel erizada, los labios temblorosos. Se odiaba a sí misma por sentir aún el eco de la voz de Dario, por recordar el calor de su cercanía.
—No —susurró en voz baja, con rabia contenida—. No voy a dejar que me controle.
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A la mañana siguiente, Catalina bajó a desayunar. La casa estaba extrañamente silenciosa, apenas interrumpida por el eco de los pasos de los sirvientes. Se sirvió un café y trató de concentrarse en el periódico. Pero su padre no tardó en aparecer, impecable incluso a esas horas, con un cigarro encendido en la mano.
—Catalina. —Su tono era firme, cargado de esa autoridad que nunca perdía—. Tenemos que hablar.
Ella dejó lentamente la taza sobre el platillo.
—¿Sobre qué?
Giovanni sonrió, pero no había calidez en esa sonrisa.
—Sobre Dario Mancini.
El nombre cayó como un martillo. Catalina apretó los puños bajo la mesa.
—No hay nada de qué hablar —respondió, manteniendo la voz lo más fría posible.
—Al contrario. —Su padre dio una calada al cigarrillo y exhaló el humo hacia un lado, como si ya hubiera decidido todo—. Él está interesado en ti.
Catalina lo miró incrédula.
—¿Y eso le parece bien? ¿Dejar que un hombre como él…?
—Un hombre como él es precisamente lo que necesitamos. —Giovanni la interrumpió, alzando la voz con la severidad que siempre lo acompañaba en los negocios—. Los Mancini tienen poder. Dario no solo quiere una alianza… quiere consolidarla contigo.
Catalina se levantó de golpe, la silla rechinando contra el suelo.
—¡No soy una pieza de ajedrez!
Su padre golpeó la mesa con la palma abierta.
—¡Sí lo eres, Catalina! —Sus ojos brillaban de furia—. Y más te vale recordarlo. Tu deber es con esta familia.
Las palabras fueron como un látigo. Catalina apretó los dientes, conteniendo las lágrimas que amenazaban con escapar. Sin decir nada más, se dio la vuelta y subió las escaleras con paso firme.
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El resto del día lo pasó en su habitación, tratando de ordenar el caos dentro de ella. Cada vez que cerraba los ojos, veía esos ojos oscuros, esa sonrisa peligrosa. No podía negarlo: parte de ella estaba aterrada… y otra parte estaba inquietantemente atraída.
Al caer la tarde, decidió salir al jardín para despejarse. Caminó entre los rosales, buscando un respiro. Pero la sensación de ser observada regresó de inmediato, como una sombra imposible de apartar.
Y entonces lo escuchó.
—No deberías gritarle así a tu padre.
Catalina se giró de golpe. Allí estaba él. Dario, apoyado contra una columna del jardín, como si hubiera estado esperándola todo el tiempo. Sus ojos brillaban en la penumbra, y su sola presencia parecía devorar el aire a su alrededor.
—¿Cómo…? —su voz tembló—. ¿Cómo entraste aquí?
Él sonrió con calma.
—No hay puerta que se me cierre, Catalina.
Ella retrocedió un paso.
—No puede irrumpir en mi casa.
—No es tu casa. —Su tono fue un golpe suave pero certero—. Es la casa de tu padre. Una jaula de oro que él cree que controla.
Catalina lo fulminó con la mirada.
—Y usted no es nadie para decirme dónde pertenezco.
Dario se acercó despacio, cada paso calculado, como un depredador acortando la distancia con su presa.
—¿Nadie? —Su voz se volvió un susurro cargado de acero—. Yo soy el hombre que decidió que eres suya.
El corazón de Catalina latía desbocado.
—No me tendrá —dijo con valentía quebrada—. No soy una joya que pueda reclamar.
Dario se detuvo frente a ella, tan cerca que apenas un suspiro los separaba. Levantó una mano y, con una caricia que contrastaba con el filo de sus palabras, rozó suavemente su mejilla.
—Ese “no” que acabas de darme… —murmuró, con una sonrisa peligrosa—. ¿Sabes qué significa para mí?
Catalina no respondió, atrapada en esa mirada que parecía leerla entera.
—Significa que haré todo lo necesario para convertirlo en un “sí”. —Sus dedos descendieron lentamente por su mandíbula, deteniéndose justo en su cuello, ejerciendo una presión mínima pero suficiente para recordarle que estaba bajo su control—. Y cuando llegue ese momento, Catalina… vas a odiar lo mucho que lo deseas.
Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sus labios se entreabrieron, pero ninguna palabra salió. Dario bajó la mano y se apartó un paso, dejándola con la piel ardiendo.
—Esto apenas comienza. —Su voz fue un juramento oscuro—. Y recuerda… yo nunca pierdo.
Sin más, se dio la vuelta y desapareció entre las sombras del jardín, como si la noche misma lo hubiera reclamado.
Catalina se llevó una mano al cuello, temblando.
Lo odiaba. Odiaba su arrogancia, su atrevimiento, su control absoluto. Pero lo que más odiaba… era el calor que aún sentía en la piel, la punzada de deseo oscuro que se negaba a desaparecer.
Sabía que estaba atrapada en un juego que no había elegido.
Un juego donde decir “no” tenía un precio demasiado alto.







