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El murmullo de los invitados flotaba como un enjambre inquieto entre las paredes de mármol. Risas forzadas, brindis cargados de segundas intenciones, conversaciones en voz baja que ocultaban amenazas bajo la máscara de la cortesía. Catalina Moretti conocía bien ese lenguaje no dicho: había crecido entre hombres que medían sus palabras como cuchillas y mujeres que sabían sonreír incluso cuando estaban a punto de romperse.
La mansión de su padre brillaba esa noche como un templo al poder. Candelabros de cristal bañaban la sala en destellos dorados; alfombras persas amortiguaban los pasos de zapatos caros; los meseros desfilaban con bandejas repletas de copas, atendiendo a cada invitado como si fueran reyes. A ojos externos, era una fiesta elegante. Para Catalina, era otra representación más de la farsa en la que vivía.
El vestido rojo la abrazaba con fuerza, marcando cada curva. Había protestado, pero de nada sirvió. “Es perfecto para ti”, había dicho su madre al dejarlo en la cama. Perfecto. Esa palabra la perseguía desde niña. Debía ser la hija perfecta, la mujer perfecta, la joya más perfecta de Giovanni Moretti.
Y allí estaba, atrapada bajo esas luces, sintiéndose como una mariposa clavada en un escaparate.
Se refugió cerca de una mesa con copas de champagne. Alzó una y bebió un sorbo, aunque el líquido burbujeante le sabía a metal. Miró a su alrededor: hombres con trajes de corte impecable, relojes que valían más que un coche, y miradas afiladas como cuchillas. Sabía quiénes eran, aunque nadie lo dijera en voz alta. Capos, aliados, enemigos. Lobos disfrazados de caballeros.
—Catalina. —La voz grave y autoritaria de su padre retumbó a sus espaldas.
Ella enderezó la espalda de inmediato. Giovanni Moretti era un hombre al que nadie le decía “no”. Ni siquiera su hija.
—Ven. —Él le tendió la mano, como quien invita pero ordena al mismo tiempo—. Quiero presentarte a alguien.
Catalina sonrió con la máscara de siempre, obediente y elegante, y lo siguió. A cada paso, las miradas se posaban en ella. Sabía lo que pensaban: “la princesa de los Moretti”. Nadie imaginaba lo cansada que estaba de ese título.
Caminaron entre el gentío hasta detenerse frente a un hombre. Y en ese instante, el tiempo pareció fracturarse.
Él no era como los demás.
Alto, con un porte imposible de ignorar, vestía un traje negro que parecía una segunda piel. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con descuido calculado, y en su mandíbula se dibujaba la sombra de una barba incipiente. Pero lo que realmente la golpeó fueron sus ojos: oscuros, intensos, como un pozo profundo que devoraba todo a su paso.
La sala parecía apagarse alrededor de ellos. Catalina sintió cómo su respiración se volvía irregular, aunque intentó ocultarlo. Había escuchado su nombre antes, en susurros que recorrían pasillos prohibidos.
—Dario Mancini —anunció Giovanni con una sonrisa que destilaba orgullo.
El apellido cayó como un trueno. Catalina había oído demasiadas historias: negocios sellados con cadáveres, ascensos bañados en sangre, una reputación que imponía incluso entre mafiosos. Dario Mancini no era un aliado cualquiera; era un depredador.
Catalina bajó la vista un instante, recordando el protocolo.
—Un placer, señor Mancini —dijo con una voz firme que no revelaba el temblor en su pecho.
Él no respondió de inmediato. La observó con un detenimiento que rozaba lo insolente, como si quisiera grabar cada línea de su rostro, cada movimiento de su cuerpo. Cuando por fin habló, su voz fue grave, profunda, vibrando como un secreto peligroso.
—El placer es mío, signorina.
Le tomó la mano antes de que pudiera reaccionar. Su contacto fue firme, demasiado firme, envolviéndola en un calor que se esparció por su piel como fuego. Inclinó la cabeza y rozó sus nudillos con los labios. El gesto, en cualquier otro hombre, habría sido caballeroso. En él, resultaba perturbador. Había algo en sus ojos que lo convertía en una declaración silenciosa.
Catalina sintió que todos en la sala se desvanecen. Solo estaban ellos dos. Sus uñas se clavaron en la palma, obligándose a mantener la calma.
—Catalina es mi orgullo —dijo Giovanni, palmeando el hombro de su hija, como quien presume un trofeo brillante—. Inteligente, obediente, hermosa... siempre ha sido mi joya más preciada.
La frase le quemó por dentro. Joyas. Objeto. Exhibición. Y en la mirada de Dario, vio algo que la heló: aceptación. No lo miraba como un cumplido vacío, sino como una verdad. Como si realmente la considerara algo que podía poseer.
Él soltó su mano, pero no apartó la mirada.
—Una joya, sí —murmuró en voz baja, con un tono que sonaba demasiado íntimo para ser casual.
Catalina parpadeó, incapaz de moverse. Quiso responder, pero las palabras se le quedaron atrapadas en la garganta. Giovanni rió satisfecho y alzó su copa, brindando con otros hombres que se acercaban. La conversación cambió hacia negocios, acuerdos, promesas de poder. Catalina apenas escuchaba.
Su atención estaba fija en Dario, que no se molestó en disimular. No apartaba los ojos de ella. Era una mirada sin pudor, sin máscaras, la de un hombre que estaba eligiendo algo... o a alguien.
Sintió un escalofrío recorrer la columna.
De repente, la música de fondo parecía demasiado suave, las risas demasiado lejanas. La sala, con toda su opulencia, se transformó en una jaula aún más pequeña. Y Dario, con esa intensidad, se convirtió en el lobo al otro lado de los barrotes.
Catalina bajó la mirada hacia su copa, intentando recuperar el control. Respiró hondo, pero su corazón seguía golpeando como un tambor desbocado.
Lo supo con la misma certeza que había aprendido a reconocer los gestos de su padre. Supo que ese hombre no estaba allí por alianzas, ni por negocios, ni por su padre.
Dario Mancini estaba allí por ella.
Y esa certeza, aunque la aterró, encendió un fuego oscuro en lo más profundo de su ser.
Un fuego del que no estaba segura de querer escapar.







