Mundo ficciónIniciar sesiónEl salón estaba abarrotado de invitados, luces doradas y música que intentaba disfrazar el veneno en el aire. Catalina ajustó el vestido negro que su madre había elegido para ella —elegante, discreto, como una sombra más en aquel desfile de poder—. Fingía calma, pero cada músculo de su cuerpo estaba en alerta.
Sabía que él estaría allí.
Lo había sentido desde el momento en que bajó las escaleras, desde la primera mirada que sintió clavada en su espalda como un ancla invisible. Dario Mancini. No necesitaba verlo para saberlo. Su presencia era como humo denso, envolvente, imposible de ignorar.
Trató de mantenerse cerca de su madre, conversando con esposas de socios de su padre, sonriendo con cortesía. Pero incluso así, incluso rodeada de gente, se sentía desnuda bajo aquella mirada que no se apartaba de ella.
—Catalina —la voz de Giovanni interrumpió sus pensamientos. Su padre apareció a su lado, impecable como siempre, con ese aire de dominio absoluto—. Es hora de saludar a los Mancini.
El corazón de Catalina dio un salto violento.
—No quiero… —empezó a decir, pero su padre la miró con tanta severidad que no admitía réplica.
—No se trata de lo que quieras. —Su voz era un cuchillo—. Recuerda quién eres y a quién representas.
Catalina tragó saliva y lo siguió. Cada paso que daba hacia esa esquina del salón donde se reunían los hombres más peligrosos de Italia parecía arrastrarla más hacia un abismo sin salida.
Y allí estaba él.
Dario Mancini conversaba con un grupo de socios, pero cuando la vio, el murmullo se apagó a su alrededor. Sus ojos oscuros se clavaron en ella con una intensidad que le robó el aire. Lento, muy lento, una sonrisa cargada de peligro curvó sus labios.
—Catalina —pronunció su nombre como si fuera un secreto íntimo, ignorando por completo la formalidad del lugar.
Ella inclinó ligeramente la cabeza, obligándose a mantener la compostura.
—Señor Mancini.
Él extendió la mano, y su padre, orgulloso, la empujó suavemente hacia delante. No tuvo opción. Catalina colocó su mano en la suya, y de inmediato sintió esa fuerza abrumadora, esa seguridad implacable. Dario no solo le estrechó la mano: entrelazó sus dedos con los de ella, como si ya fueran suyos.
El contacto la quemaba. Quiso retirarse, pero su agarre fue férreo.
—¿Me concedes este baile? —preguntó, aunque su tono no era una pregunta, sino una sentencia.
Catalina lo miró con rabia contenida.
—No estoy de humor.
Un murmullo recorrió a los presentes, sorprendidos por la osadía de su negativa. Giovanni la fulminó con la mirada, pero Dario… Dario sonrió como si ella acabara de encender un fuego que lo excitaba.
—Entonces será un honor devolverte el humor. —Y sin darle tiempo a replicar, la arrastró hacia la pista.
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La orquesta comenzó un vals lento. Catalina intentó resistirse, pero Dario la sujetó con firmeza por la cintura, atrayéndola hacia él. Sus cuerpos encajaban demasiado cerca, demasiado íntimos.
—Suéltame —susurró entre dientes, intentando mantener una sonrisa para las miradas curiosas que los rodeaban.
—Jamás —respondió él, su voz grave y baja, tan cerca de su oído que la piel de su cuello se erizó—. Este es mi lugar, Catalina. Aquí.
Ella trató de apartarse, pero él la giró con una destreza que no dejaba margen de escape. El salón entero los observaba. Catalina podía sentir las miradas, el murmullo contenido, y supo que esa era la intención de Dario: marcarla, reclamar frente a todos.
—Me avergüenza —le susurró, furiosa.
—No. —Dario clavó los ojos en los suyos mientras la obligaba a seguir el ritmo perfecto del vals—. Te muestro al mundo. Que todos vean lo que es mío.
Catalina apretó la mandíbula, luchando contra la atracción que amenazaba con quebrarla. Su corazón latía tan fuerte que pensó que él podría escucharlo.
—No soy tuya —replicó en un susurro cargado de veneno.
Dario bajó el rostro hasta que sus labios rozaron apenas su oído.
—Repite eso otra vez, y juro que haré que todos aquí lo vean. Haré que no quede duda de quién tiene poder sobre ti.
El cuerpo de Catalina se estremeció. Era amenaza y promesa al mismo tiempo.
—¿Eso es lo que quieres? —continuó él, deslizando la mano por su espalda con un descaro que a cualquiera más hubiera parecido ternura, pero que ella sintió como una cadena—. ¿Que todos sepan lo rápido que tu cuerpo tiembla cuando estoy cerca?
Catalina cerró los ojos un instante, odiándose por la reacción involuntaria de su cuerpo. Odiándose por la forma en que sus piernas parecían perder fuerza bajo su control absoluto.
—Eres un monstruo —escupió, apenas audible.
Dario sonrió, y la giró con fuerza, haciendo que su vestido se abriera en un vuelo elegante que arrancó aplausos de los invitados.
—Y tú eres la presa más hermosa que he tenido. —Su voz era un veneno dulce—. No corras, Catalina. Los monstruos siempre alcanzamos a nuestras presas.
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El vals terminó, y los aplausos llenaron el salón. Catalina intentó apartarse, pero Dario no la soltó. Se inclinó, y en un gesto que pareció cortesía a los ojos de los demás, depositó un beso en su mano. Pero su boca se detuvo demasiado tiempo, sus labios apretados contra su piel, su mirada fija en la de ella como un juramento silencioso.
Cuando por fin la liberó, Catalina retrocedió un paso, sintiéndose expuesta, marcada, como si toda la sala hubiera presenciado su derrota.
Él no había necesitado gritar, ni golpear, ni forzar nada. Solo un baile. Solo un contacto. Y ya todos sabían que Catalina Moretti pertenecía a Dario Mancini.
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Subió a su habitación tan pronto pudo escapar de las miradas. Cerró la puerta con violencia y se dejó caer contra ella, con la respiración agitada.
Su piel aún ardía donde él la había tocado.
Lo odiaba. Odiaba la forma en que la controlaba sin esfuerzo, la manera en que la marcaba frente a todos como si fuera suya. Pero lo que más odiaba era a sí misma, por el temblor de su cuerpo, por el vértigo en su pecho.
Se miró en el espejo, las mejillas encendidas, los labios entreabiertos.
Y supo que estaba perdida.
Porque aunque lo negara, aunque lo rechazara, su cuerpo hablaba otro idioma.
Un idioma que Dario Mancini dominaba a la perfección.







