No creo en el peligro. Hasta que Stefan Corsetti aparece en mi hospital, desangrándose por una herida de bala. Un hombre hecho de poder, violencia y pecado. El jefe de una mafia brutal. El monstruo al que todos temen. Salvarlo fue un error. El verdadero infierno llega cuando descubro que mi padre me ha vendido a él para sellar una alianza mortal. Ahora soy suya. Un matrimonio impuesto, una guerra silenciosa. Stefan dice que me quiere a su lado. En su cama. En su mundo. Y no acepta un no como respuesta. Creía que podía resistirme. Pero estoy aprendiendo que caer en sus manos es inevitable. Porque el verdadero peligro no es él. Es lo que me hace desear
Leer másMorgan
Estoy al borde de un puto colapso.
La m****a de hoy fue un desfile interminable de pacientes insoportables, directores pedantes y residentes que parecen sacados de un maldito show de comedia. Me froto las sienes con fuerza, intentando ignorar el malestar punzante que late detrás de mis ojos.
Me merezco un descanso. Joder, me merezco unas vacaciones completas.
Pero claro, eso no va a pasar.
—Doctora Belmont.
Levanto la cabeza con un gruñido. La puerta de mi oficina se abre de golpe y Samantha, una de las enfermeras del turno nocturno, se asoma con la cara desencajada. Genial, nada bueno viene cuando Samantha aparece así.
—¿Qué pasa? —pregunto, mi tono más áspero de lo que pretendía.
—Hay... hay un hombre en la sala de urgencias. Herido de bala. Y sus hombres... —Traga saliva, claramente asustada—. No me dejaron llamar a la policía.
Perfecto. Justo lo que necesitaba para cerrar la noche con broche de oro. Un idiota jugando a ser un maldito mafioso.
—¿Le avisaron a seguridad? —digo mientras me levanto, ya sabiendo que la respuesta es un rotundo no.
—No se atreverían. Esos tipos parecen sacados de una película de gangsters. Y el herido... parece que es importante.
Genial. Un mafioso herido y un puñado de gorilas cuidándole la puerta. Porque claro, la m****a siempre llueve de a baldes.
—Vamos, muéstrame dónde está. —Samantha asiente, pálida como un fantasma. La sigo por el pasillo, sintiendo cómo mi irritación se convierte en una adrenalina fría y cortante.
Mientras caminamos, me preparo mentalmente. Sea quien sea este tipo, voy a arreglarlo, coserlo y mandarlo a la m****a en cuanto pueda. Porque, honestamente, ya he tenido suficiente drama para una vida entera.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —pregunto mientras giramos por un pasillo desierto.
—Unos quince minutos. Pero sus hombres no querían que nadie lo tocara hasta que llegara un médico competente.
—¿Competente? —Suelto una risa fría—. Bueno, qué suerte que soy la mejor.
Abro la puerta de la sala de urgencias con un empujón y ahí está. Un hombre recostado en la camilla, con la camisa manchada de sangre y un rictus de dolor pintado en la cara.
Pero incluso herido, se ve como si pudiera partirme en dos con solo mirarme.
—¿Quién coño eres tú? —gruño, más para marcar territorio que por cortesía.
—Stefan Corsetti. —Su voz es grave, con un deje arrogante incluso cuando está sangrando como un cerdo. Sus ojos grises oscuros me examinan con la misma intensidad con la que yo lo estoy analizando a él.
—Bueno, Stefan Corsetti —digo mientras me pongo los guantes—. Espero que tengas ganas de vivir. Porque esto va a doler como el infierno.
Y por alguna razón, la forma en la que sus labios se curvan en una sonrisa burlona me dice que para él, el dolor es solo otro maldito juego.
Comienzo a limpiar la herida de su hombro con movimientos rápidos y eficientes, pero claro, no podía ser tan sencillo. Porque tengo a un puto gorila de dos metros pegado a mí, tocándome los cojones con su presencia imponente y su cara de pocos amigos.
—¿Puedes dejar de mirarme como si fuera a asesinar a tu jefe? —suelto, sin molestarse en suavizar mi tono. Estoy harta y ya no me quedan filtros.
El tipo no responde. Solo se cruza de brazos, como si fuera un maldito muro de músculos. Bien, si quiere jugar al guardaespaldas modelo estatua, que lo haga.
—Ignora a Viktor. Solo está asegurándose de que no hagas nada estúpido. —dice Stefan desde la camilla, con la voz baja pero firme. Esa especie de voz que tiene quien está acostumbrado a dar órdenes y que todos las cumplan sin rechistar.
—¿Estúpido? —repito con una risa seca—. Yo soy la que te está sacando la bala del puto hombro. Si alguien aquí está haciendo algo estúpido, claramente no soy yo.
—Tiene un punto, jefe —murmura Viktor.
Por fin, algo de sentido común.
—Quédate quieto —ordeno, mientras hundo un poco más la pinza y lo escucho apretar los dientes—. O siéntete libre de retorcerte como un bebé. A mí me da igual.
Stefan suelta un gruñido que casi parece una risa. Claro, porque para él esto debe ser entretenimiento puro. Un paseo al circo con la cirujana gruñona como atracción principal.
—No tienes miedo —dice él, sus ojos oscuros fijos en mí mientras sigo trabajando.
—¿De qué? ¿De que tu novio grandulón me parta la cara? —replico, sin siquiera levantar la vista.
—De mí. —Su voz suena tan segura, tan condenadamente arrogante, que por un segundo casi me dan ganas de clavarle la pinza a propósito.
—Oh, cariño. —Levanto la mirada y le sostengo la mirada con un desafío descarado—. He tratado con bastardos más peligrosos que tú. Ahora cállate y deja que haga mi trabajo.
El silencio se instala en la sala, solo interrumpido por el sonido del metal contra la carne y su respiración entrecortada. Pero puedo sentir su atención puesta completamente en mí. Y joder, no me gusta nada.
—Ya está. —Doy la última puntada y me echo hacia atrás, arrancándome los guantes con un chasquido—. Ahora puedes irte a jugar a ser el gran jefe mafioso o lo que sea que hagas.
Stefan se incorpora con lentitud, sus músculos tensos pero su expresión calmada.
—Eres buena. —Su mirada me recorre con algo que definitivamente no es simple agradecimiento.
—Soy la mejor —le respondo con una sonrisa desafiante—. Pero no estoy disponible para tus mierdas, así que recoge a tus perros y lárgate de aquí.
Su sonrisa se ensancha y me doy cuenta de que he cometido un error. Porque ese tipo no es el que se asusta con palabras duras o miradas asesinas. No, él parece encontrarlo divertido.
Y eso es exactamente lo que no necesito en mi vida.
—Te he cosido, limpiado la herida y evitado que te desangres como un cerdo en el matadero. Ahora, esto es lo que vas a hacer. —Digo, cruzándome de brazos mientras lo miro con la misma autoridad que uso para aplacar a internos imbéciles—. Vas a tomar estos antibióticos cada doce horas, sin saltarte ni una dosis, o terminarás con una infección que hará que desees estar muerto. También te doy esto para el dolor —coloco dos cajas de pastillas sobre la mesa, sin ceremonia—. Nada de movimientos bruscos, nada de esfuerzo físico... aunque dudo que sigas mis recomendaciones, porque claramente eres idiota.
—¿Algo más, doctora? —pregunta Stefan, su voz arrastrada como si se estuviera burlando.
—Sí. El reposo es fundamental. Pero claro, no tengo muchas esperanzas de que escuches. De todas formas, tu factura llegará a donde sea que vivas. No te preocupes, no soy barata. —Le lanzo una sonrisa irónica mientras recojo mis cosas.
—¿Y cómo se supone que voy a pagarte si no sé a quién mandarle el dinero? —Su tono sigue sonando jodidamente divertido.
—Busca en la factura. Todo está ahí. Ahora, si me disculpas, tengo pacientes reales que necesitan atención.
Me giro para largarme de esa habitación apestada a peligro y testosterona, pero antes de que pueda dar dos pasos, siento su mano aferrándose a mi brazo. Su toque es firme, demasiado firme, como si realmente creyera que tiene derecho a detenerme.
—Al menos dime tu nombre. —Su voz suena grave, intensa.
Joder. Ya debería estar fuera de aquí.
—Lisa. Lisa Carter. —La mentira sale de mis labios con facilidad. No soy tan estúpida como para darle mi nombre verdadero a un mafioso de m****a.
—Lisa Carter. —Repite mi mentira, como si la estuviera probando en su lengua, intentando averiguar si suena auténtica.
Tiro de mi brazo con fuerza, y esta vez me deja ir. Me doy media vuelta y salgo de esa habitación sin mirar atrás. Mis pasos resonando en el pasillo mientras intento calmar el latido frenético de mi corazón.
Porque sé que ese tipo va a traer problemas. Y no tengo ni puta idea de si estoy preparada para enfrentarlos.
Cuando finalmente cierro la puerta de mi oficina, dejo escapar un suspiro pesado. Mi cabeza late con fuerza, todavía sintiendo la presión de esos ojos oscuros clavados en mí. ¿Quién coño se cree ese tipo para agarrarme así?
Despliego mi portátil y, sin perder tiempo, comienzo a buscar información. Porque si algo aprendí en este lugar de m****a es que nunca puedes ser demasiado cuidadosa. Y mucho menos cuando acabas de atender a un hombre que parece sacado de una maldita pesadilla con traje caro.
Tecleo con rapidez, recorriendo listas de criminales conocidos, escándalos locales y cualquier noticia que pueda darme un puto indicio de quién es ese tipo. Pero no aparece nada que me dé una pista concreta. Solo puedo suponer que si pertenece a algún grupo delictivo, no es de los que se exponen públicamente. Genial.
—Dios, necesito un café. —Murmuro, cerrando la laptop con frustración.
El resto de la noche pasa entre pacientes de m****a que se creen que su dolor de cabeza es la muerte, y un par de urgencias menores que me mantienen ocupada durante horas. Nada importante, nada que me distraiga lo suficiente del nudo que se me ha instalado en el estómago desde que ese imbécil me retuvo en la habitación.
Cuando finalmente termino mi turno, mi cuerpo está tan hecho polvo que apenas me sostengo en pie. Me despido de un par de colegas y me dirijo hacia la salida del hospital, agradeciendo que la noche esté tranquila.
El aire fresco me golpea el rostro y por un segundo cierro los ojos, intentando borrar la tensión de mis músculos. Pero entonces, una inquietud extraña se instala en mi pecho. Algo en mi instinto me dice que no debí haberle dado un nombre falso a ese tipo. Que no debí haberle atendido en primer lugar.
Pero ya no hay vuelta atrás.
Mientras conduzco hacia la mansión de mis padres, llamo a mi hermana pequeña, Liv. Siempre he odiado ese trayecto de casi una hora hasta la casa en las afueras, pero mi madre insiste en que pase al menos una vez por semana a "comer en familia". Lo que en su idioma significa criticarme por no tener una vida decente fuera del hospital.
MORGANMe giré para enfrentarme a él, mi curiosidad venciendo a cualquier otra cosa. Y cuando lo vi, un impacto extraño recorrió mi pecho. Porque él era, sin lugar a dudas, hermoso. De una forma peligrosa y letal.Su cabello era negro como la medianoche, rebelde y desordenado, enmarcando un rostro afilado y atractivo que parecía haber sido tallado por manos expertas. Pero lo que realmente me dejó sin aliento fueron sus ojos. Grises azulados. Fríos y penetrantes, como si pudieran desentrañar cada uno de mis secretos con solo mirarme. Y, al mismo tiempo, había algo oscuro en ellos. Algo que me llamaba.Y los tatuajes... Oh, Dios, los tatuajes que asomaban por el cuello y continuaban por sus brazos, visibles bajo las mangas remangadas de su camisa blanca. Líneas oscuras y precisas que contaban historias que quería desentrañar con mis dedos.—Hola, pequeña —dijo, su voz profunda y ligeramente rasposa, con un tono que me hizo estremecer.—Hola... —respondí, con la lengua un poco más suelta
Morgan Después de un rato más hablando de tonterías con Leonard—porque así era él, un experto en llenar los silencios incómodos con comentarios absurdos y bromas que rozaban la ridiculez—, me sentí un poco menos al borde del colapso. Su risa y su manera despreocupada de ver la vida siempre lograban calmarme, aunque fuera solo un poco.Después de colgar, me quedé parada frente al hospital, el aire fresco de la noche envolviéndome como un recordatorio cruel de que la libertad estaba ahí, al alcance de mi mano, pero solo como una ilusión.Mis pies comenzaron a moverse antes de que pudiera detenerlos, como si supieran exactamente hacia dónde necesitaba ir. Y, claro, terminar en un bar en lugar de mi departamento a las dos de la mañana no era la idea más brillante, pero en ese momento me importaba una mierda. No quería estar sola. No quería enfrentarme a mis pensamientos sin algo fuerte corriendo por mis venas.El lugar era casi un segundo hogar para mí, un refugio en el que podía fingir
MorganMe había dejado con la maldita palabra en la boca. Ese desgraciado arrogante llamado Stefan Corsetti se había atrevido a darme la espalda y largarse como si todo esto no fuera más que un asunto trivial, como si mi vida no estuviera siendo arrancada de mis manos y arrojada al infierno por su mera existencia.Un mafioso. UN MALDITO MAFIOSO. ¿Cómo se suponía que debía reaccionar a eso? ¿A la frialdad de su mirada, a su sonrisa cruel como si disfrutara de mi desesperación? ¿A la forma en que me había mirado al dejar claro que no tenía elección en esto?Tenía que casarme con un mafioso. El concepto era tan absurdo que me quemaba la garganta cada vez que lo pensaba. Yo, Morgan Belmont, una médica que había pasado años de su vida luchando para salvar vidas, para ser algo más que el apellido que me ataba a un mundo que siempre había odiado. Y ahora, mi propio padre estaba decidido a encadenarme a ese mundo para siempre.Y no a cualquier hombre, no. A Stefan Corsetti. Un hombre que, a p
STEFANEntré sin prisa, pero con la seguridad de que nadie aquí se atrevería a detenerme. El hospital olía a desinfectante y látex, un contraste curioso con la tensión que se sintió en el aire apenas puse un pie en recepción.Me acerqué al mostrador donde una mujer de cabello negro recogido en una coleta revisaba unos papeles. Levantó la mirada y, en cuanto sus ojos me reconocieron, tragó saliva.—¿Dónde está Morgan Belmont? —pregunté con voz firme, sin necesidad de elevarla para que entendiera que no estaba para juegos.La mujer pestañeó un par de veces y asintió nerviosa, señalando un pasillo a la derecha.—Está en el ala de cirugía, en el segundo piso... —su voz sonaba temblorosa, como si temiera haber dicho algo indebido.Le dediqué una sonrisa ladeada, sin molestarse en agradecer. Sabía que mi presencia bastaba para hacer que la gente hablara.Sin más, giré sobre mis talones y me dirigí a donde Morgan estaba. Esta vez, las reglas las ponía yo.Cuando me quise dar cuenta, ¿dónde c
Stefan No sabía que una mujer podía ser tan descarada y tan jodidamente complicada hasta que me topé con Morgan Belmont.La primera vez que la vi, pensé que sería fácil. Solo una doctora más con cara de pocos amigos y un orgullo que probablemente se desinflaría al enfrentarse a mí. Pero no. Morgan no se rompe, ni siquiera se dobla. Es puro fuego y acero bajo esa bata blanca y esas palabras afiladas que lanza como si fueran cuchillas.Nunca me había encontrado con alguien tan testarudo. Tan desafiante. La mayoría de las personas se doblegan con una mirada o una amenaza bien colocada. Pero ella... No. Me planta cara con la misma fiereza con la que corta una herida o me empuja al límite con su lengua viperina y su actitud de quien no le debe nada a nadie.Y eso me cabrea. Me desconcierta. Me fascina.Porque por primera vez en mucho tiempo, alguien no se retira cuando me acerco. No me trata como si fuera intocable o como si el aire se volviera ácido a mi alrededor. Ella me mira como si f
MORGAN—¿Una unión? —repito, y cuando mis ojos vuelven a cruzarse con los de Stefan, ya sé por dónde va todo. Mi estómago se retuerce con un odio crudo y ardiente—. No. Ni de coña.—No es una petición, Morgan. —La voz de mi padre se vuelve áspera, cargada de una autoridad que he desafiado tantas veces, pero que ahora suena como una sentencia—. Es un trato. Uno que ya está hecho.—¿Me estás vendiendo como si fuera algún tipo de mercancía? —mi voz se quiebra por la furia, pero mantengo la barbilla en alto, negándome a ceder ante su maldita manipulación.—Es la única manera de garantizar la paz entre ambas familias. Y sinceramente, tú eres el único recurso que puedo ofrecer que realmente importe.No puedo creer lo que estoy escuchando. Pero al mirar de nuevo a Stefan, la sonrisa que curva sus labios me dice que él sí lo cree. Que probablemente ya lo sabía desde antes de entrar por esa puerta.Hijo de puta.—No. Ni de puta coña —escupo, con la voz cargada de pura rabia.Mi padre me observ
Último capítulo