Mundo ficciónIniciar sesiónEl coche negro avanzaba lentamente por la avenida iluminada, abriéndose paso entre la procesión de vehículos de lujo que se dirigían al mismo destino: el Gran Hotel Vittorio, un santuario disfrazado de elegancia donde esa noche se reunirían los capos más poderosos de Italia.
Catalina observaba las luces desde la ventanilla, el reflejo de su rostro pálido en el cristal. El vestido elegido por su madre era de seda azul oscuro, sencillo pero impecable, acompañado de un collar de perlas discretas. Aun así, se sentía desnuda. Como si cada mirada, cada palabra y cada gesto de los hombres dentro de ese lugar fuera a reducirla a un objeto en subasta.
—Compórtate —advirtió su padre, Giovanni Moretti, desde el asiento junto a ella. Su voz era dura, cargada de autoridad—. Esta noche no es para caprichos, Catalina. Es una noche de negocios.
Ella giró la vista hacia él, sus labios apretados en una línea fina.
—¿Negocios? —replicó, con un tono apenas disimulado de sarcasmo—. ¿O matrimonios arreglados?
Giovanni la miró de reojo, sus ojos oscuros ardiendo de advertencia.
—No olvides quién eres. Tu apellido es un arma, y yo decido dónde apuntarla.
Catalina no respondió. Sabía que cualquier palabra sería inútil. En el fondo, presentía que esa noche no sería como las demás. Algo se movía en el aire, algo inevitable.
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El salón principal del hotel era un despliegue de lujo decadente: candelabros de cristal, mesas con manteles de lino, copas de champán que brillaban como joyas bajo la luz. La música suave de un cuarteto de cuerdas llenaba el ambiente, pero no lograba ocultar la tensión. Cada rincón estaba ocupado por hombres trajeados, rodeados de guardaespaldas, con sonrisas que ocultaban cuchillos invisibles.
Catalina entró del brazo de su padre. Las miradas se giraron hacia ella de inmediato, como buitres olfateando carne fresca. Sintió el peso de cada par de ojos recorriendo su cuerpo, evaluando, calculando, deseando.
Y entonces lo vio.
Dario Mancini.
Estaba al otro extremo del salón, conversando con un grupo de socios, con un vaso de whisky en la mano. Vestía un traje negro impecable, la corbata ligeramente desajustada, como si hasta la elegancia misma se rindiera ante su brutalidad. Su mirada la encontró en cuestión de segundos, fija, implacable, como un imán que no admitía resistencia.
Catalina apartó los ojos de inmediato, pero supo que no serviría de nada. Él ya la había visto.
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La reunión comenzó con discursos, brindis y promesas disfrazadas de cortesías. Giovanni hablaba con otros capos, discutiendo rutas, territorios, alianzas. Catalina permanecía a su lado, sonriendo con frialdad, ignorando las insinuaciones disfrazadas de cumplidos que los hombres le lanzaban como anzuelos.
Fue entonces cuando sucedió.
Un hombre de unos cuarenta años, alto, corpulento, con el cabello entrecano y una sonrisa cargada de suficiencia, se acercó demasiado. Era Vittorio Salerno, un socio menor pero con ambiciones desmedidas. Catalina lo reconoció por los comentarios que había escuchado en casa: un perro que ladraba demasiado fuerte en busca de huesos más grandes.
—Signor Moretti —saludó con un gesto, inclinando apenas la cabeza hacia Giovanni—. Una hija tan hermosa debería estar casada ya. No es seguro dejar joyas tan valiosas sin dueño.
Catalina sintió el veneno en sus palabras. Su padre sonrió con diplomacia, sin responder.
Vittorio se volvió hacia ella, y con un descaro que la hizo estremecer, deslizó una mano hacia su brazo, sus dedos rozando la piel descubierta por la manga del vestido.
—¿Qué dices, signorina? —su voz era grave, cargada de insinuación—. ¿Has considerado a alguien con experiencia?
Catalina se tensó, apartando el brazo de inmediato. El asco la atravesó como una daga.
—Quítese —espetó en voz baja, con un desprecio que heló el aire.
Vittorio sonrió, divertido por su resistencia.
—Ah, temperamento. Eso me gusta.
Antes de que pudiera añadir otra palabra, la atmósfera del salón cambió. Como una tormenta que se anuncia con un rayo silencioso, la tensión se volvió insoportable.
Catalina lo sintió antes de verlo.
Dario estaba allí.
Apareció detrás de Vittorio, su presencia eclipsando todo lo demás. Los murmullos se apagaron, las miradas se desviaron, como si todos supieran lo que estaba a punto de ocurrir.
—Aparta tus manos —dijo Dario, su voz baja, pero cargada de una amenaza tan tangible que helaba la sangre.
Vittorio giró con una risa nerviosa, intentando mantener la compostura.
—Mancini. No pretendía ofender… solo fue un pequeño cumplido.
Los ojos de Dario brillaron con una furia contenida.
—Tocar lo que es mío no es un cumplido. Es una ofensa que se paga con sangre.
Catalina sintió un nudo en la garganta. El salón entero estaba en silencio, expectante.
—Vamos, no exageres —replicó Vittorio, levantando las manos en un gesto conciliador—. Todos sabemos que la signorina aún no pertenece a nadie.
Esa fue su sentencia de muerte.
Dario no dijo nada más. En un movimiento tan rápido que apenas se pudo seguir, sacó la pistola de su chaqueta y disparó a quemarropa.
El sonido retumbó en el salón, apagando la música de golpe. Vittorio cayó al suelo, su rostro congelado en una mueca de sorpresa, la sangre tiñendo la alfombra.
Catalina ahogó un grito, llevándose una mano a los labios.
Dario bajó el arma con calma, su mirada fija en Giovanni primero, y luego en ella.
—Catalina Moretti es mía —anunció con voz grave, clara, que resonó en cada rincón del salón—. Y quien se atreva a dudarlo… correrá la misma suerte.
El silencio fue absoluto. Ninguno de los presentes se atrevió a contradecirlo. Los capos bajaron la vista, aceptando la sentencia del depredador que acababa de marcar su territorio con sangre.
Giovanni, rígido como una estatua, no dijo nada. Tal vez porque sabía que enfrentarse a Dario en ese momento significaba la ruina. Tal vez porque en el fondo, esa era la alianza que siempre había deseado.
Catalina temblaba. No podía apartar la vista del cadáver de Vittorio, ni de la pistola aún humeante en la mano de Dario.
Él dio un paso hacia ella. Luego otro. Hasta quedar frente a frente.
Con calma, extendió su mano, como si ofreciera un gesto de protección.
—Ven, Catalina.
Ella lo miró con los ojos empañados de lágrimas, sacudiendo la cabeza.
—No…
—Ven. —Su tono no admitía réplica.
Catalina sintió la presión de todas las miradas sobre ella. Si se negaba, desataría un infierno. Si cedía, sería una prisionera frente a todos. Pero no se podía negar, no sabía de lo que Dario podría hacerle si se negaba.
Con el corazón desbocado, colocó su mano en la de él.
Dario sonrió, satisfecho, y entrelazó sus dedos con los de ella. Luego, alzando el brazo, mostró la unión a todos los presentes.
—Que quede claro —sentenció—. Catalina Moretti pertenece a Dario Mancini.
El eco de sus palabras quedó suspendido en el aire, más fuerte que el disparo, más brutal que la muerte en el suelo.
Catalina bajó la mirada, incapaz de sostenerlo. Porque en ese instante supo que ya no había escapatoria.
Su destino estaba sellado con sangre.
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La velada continuó como si nada hubiera ocurrido. El cadáver de Vittorio fue retirado discretamente, la música volvió a sonar, y los socios reanudaron sus conversaciones con una normalidad escalofriante. Así funcionaba ese mundo: la sangre era solo otro idioma de negociación.
Pero Catalina no podía respirar. Sentía la mano de Dario sujetando la suya con fuerza, como una cadena invisible. Cada vez que intentaba apartarse, él la mantenía firme, recordándole frente a todos que estaba bajo su dominio.
Cuando la reunión terminó, Dario la acompañó hasta el coche de su padre. Giovanni se despidió con un gesto tenso, sin protestar, sin mirarla siquiera. Como si ya hubiera aceptado el destino que se le imponía.
Antes de que Catalina pudiera subir al coche, Dario la tomó del brazo y la atrajo hacia él, inclinándose hasta rozar su oído.
—¿Lo ves ahora? —susurró, su voz un veneno ardiente—. Nadie puede tocarte. Nadie puede mirarte sin mi permiso. Porque eres mía, Catalina. Y lo sabes.
Ella apretó los labios, conteniendo el temblor de su cuerpo.
—Prefiero la muerte antes que ser tuya.
Dario sonrió, besando suavemente su sien, un contraste brutal con la violencia de sus palabras.
—Entonces, prepárate para morir de deseo.
La soltó y la dejó subir al coche. Catalina cerró los ojos, sintiendo cómo las lágrimas resbalaban por su rostro.
Porque sabía que, aunque lo negara, aunque luchara, su vida ya no le pertenecía.
Le pertenecía a Dario Mancini.







