La sala de reuniones en la mansión Moretti olía a madera vieja, tabaco y conveniencias veladas. Las lámparas colgaban pesadas sobre la gran mesa, arrojando círculos de luz sobre rostros que ya no sabían sonreír sin calcular la ganancia. Afuera la lluvia arremetía contra los cristales como si quisiera borrar lo que dentro se tejía: alianzas, traiciones, futuros vendidos a precio de oro.
Giovanni Moretti estaba de pie al fondo, junto a la ventana, la silueta recortada contra la noche. Su porte no había cambiado: ese lomo viejo y orgulloso que había construido su imperio con cautela y trampas. Pero en sus ojos se leía algo distinto aquella noche: frío comercio. Una mirada de hombre que empezó a ver a su hija como capital, no como sangre.
Catalina entró sin más anunciación. La sala se quedó en silencio. Sabía que aquella reunión no sería una charla de cortesía. Lo notó en la tensión de los hombres, en las manos curtidas posadas sobre la mesa, en el modo en que Giovanni no saludaba a su mu