Helena siempre pensó que sus pesadillas eran solo eso: sueños. Pero todo cambia cuando el hombre de sus visiones, un vampiro condenado a morir una y otra vez, aparece frente a ella en carne y hueso, pidiendo su ayuda. Atravesando un oscuro portal hacia un mundo lleno de seres sobrenaturales, Helena descubre que su conexión con él no es casual: su linaje está marcado por una maldición ancestral. Mientras se adentra en una peligrosa aventura entre clanes de vampiros, magia prohibida y secretos familiares, Helena debe decidir entre liberarlo del ciclo de muerte que lo atormenta... o convertirse en su próxima víctima. Entre pasiones desbordadas, traiciones y decisiones que pondrán a prueba su alma, Helena deberá enfrentar la oscuridad que acecha tanto a su corazón como a su destino.
Leer másDesperté con el corazón en la garganta y la piel empapada en sudor. Las sábanas enredadas a mis piernas eran un testigo mudo de mi lucha nocturna. Otra vez ese maldito sueño. Otra vez él.
Sus ojos seguían grabados en mi mente: oscuros, insondables, cargados de una tristeza antigua y cruel. Lo vi morir. Otra vez. Siempre es igual. Su cuerpo cae, la sangre lo cubre como un velo rojo, y antes de desvanecerse, me mira. Me ve. Como si supiera que estoy allí. Como si pudiera alcanzarme.
Pero esta vez fue distinto.
Esta vez dijo mi nombre.
—Helena…
Sus labios no se movieron, pero lo escuché. Claro. Cercano. Íntimo. Y eso me heló la sangre.
Me senté en la cama y me froté el rostro con las manos temblorosas. Era un sueño. Solo eso. Una pesadilla recurrente causada por… no sé, ¿demasiado vino barato y una imaginación sobreestimulada?
—Claro, Helena, y los vampiros existen —murmuré, rodando los ojos. Pero mi voz tembló.
Miré el reloj: las 6:17 a. m. Maldita sea.
El agua caliente de la ducha me ayudó a recuperar el aliento, pero la sensación no se fue. Como si algo se hubiera colado del sueño a la realidad. Como si esa mirada todavía me quemara la piel.
No lo conocía. Nunca lo había visto. Y sin embargo… no era un extraño. Lo sabía. Como se sabe que va a llover antes de que caiga la primera gota.
**
Yo archivaba una pila de libros cuando lo sentí.
Esa sensación.
Como si alguien me estuviera observando.
Me giré, lentamente.
Y ahí estaba.
Apoyado contra la estantería de filosofía antigua, vestido de negro, con una presencia que no tenía ningún derecho a ser tan… arrolladora. Alto, pálido, con la mandíbula tensa y una expresión contenida como si estuviera a punto de explotar o de besarme. O ambas.
Nuestros ojos se cruzaron.
Fue como un chispazo. No, peor. Como si un rayo me hubiera atravesado el pecho.
Me quedé paralizada. Y él… él simplemente me miró. Como si esperara algo de mí. Como si ya supiera algo que yo no.
Entonces lo reconocí.
Los mismos ojos.
El mismo rostro.
El hombre de mis sueños.
El que moría cada noche.
Mi garganta se cerró. Quise hablar, moverme, correr. Pero no pude. Ni siquiera parpadear.
Él inclinó ligeramente la cabeza, como si estuviera evaluándome.
¿Me estás probando, bastardo?
Y luego empezó a caminar hacia mí.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Di un paso atrás, tropecé con una silla, y estuve a punto de caerme.
—¿Te has perdido alguna vez en tus sueños? —preguntó, su voz profunda, rica, como terciopelo oscuro. Esa voz… la había oído antes. No solo en sueños. En mi interior.
No respondí. No podía. Me limité a mirarlo con los ojos bien abiertos, deseando que esto fuera una broma de mal gusto.
—Porque yo sí —añadió, acercándose un poco más—. Y tú estabas allí.
Me alejé. No como una heroína trágica, no. Como una chica normal aterrada que se muere de ganas de gritar… o de besarlo.
Me odié un poco por eso.
—No sé quién eres —murmuré, por fin—. Pero deja de seguirme.
Él sonrió. Lento. Dolorosamente hermoso. Como si supiera que mi amenaza era tan débil como mis rodillas.
—No, Helena. Soy yo quien te sigue… pero tú eres la que siempre regresa.
El aire entre nosotros vibró. Literalmente. Como electricidad estática. Como un hechizo que no podía romperse. Un deseo caliente e incómodo se enredó en mi vientre, y no tenía maldita idea de qué hacer con él.
Me di la vuelta y escapé. Sí, escapé. Como una cobarde. Porque él no era solo un hombre. Era un abismo.
Y yo estaba peligrosamente cerca de saltar.
Cerré los ojos, y ahí estaba. Esperándome.
Pero esta vez, no estaba muriendo.
Estaba vivo. Mirándome con intensidad feroz. Como si el mundo no existiera más allá de mis ojos.
—¿Por qué siempre escapas? —preguntó.
—Porque me das miedo —respondí sin pensar.
—Y aun así vuelves.
—Porque también me atraes, maldita sea —confesé.
Su expresión cambió. Dolor. Anhelo. Furia contenida.
—No entiendes, Helena. Estoy atrapado. Cada noche muero, y cada noche te busco. Solo tú puedes romperlo. Solo tú puedes detenerlo.
—¿Qué… qué eres?
—Lo que tu sangre recuerda, aunque tú lo hayas olvidado.
—Eso no tiene sentido.
—Lo tendrá.
Lo toqué. No sé por qué lo hice. Tal vez para ver si era real. O tal vez porque lo había deseado desde el primer sueño.
Su piel estaba fría.
Pero sus labios, cuando me besó… ardían.
Fue un beso desesperado, hambriento, como si hubiera esperado siglos para hacerlo. Y yo… no fui mejor. Le respondí con la misma sed, con el mismo fuego. Mi cuerpo lo reconoció antes que mi alma.
Y luego…
Desapareció.
Justo cuando más lo necesitaba.
Grité su nombre, pero no salió de mis labios. Solo silencio. Solo vacío.
Era demasiado.
Me arrastré hasta el baño, encendí la luz, y me miré en el espejo.
Mis labios hinchados. Mis ojos rojos. Y en mi cuello…
Una línea delgada de sangre seca.
—No… no puede ser real —susurré.
Pero lo era. Lo sabía. En lo más profundo de mis huesos.
Ya no podía seguir negándolo.
Él estaba aquí.
Y me estaba buscando.
Y yo…
Yo ya había empezado a responderle.
La luna sangrienta teñía el campo de batalla con un resplandor carmesí, convirtiendo cada gota de sangre derramada en un espejo del firmamento. Helena sentía el aire cargado de muerte, magia y desesperación. Los vampiros del clan Noctis se movían como sombras entre los árboles, mientras los hechiceros del Concilio lanzaban destellos de luz que cortaban la oscuridad.En medio del caos, Helena apenas podía mantenerse en pie. Algo en su interior palpitaba con vida propia, una energía ancestral que amenazaba con desbordarla. La marca en su muñeca —aquella que había aparecido la primera vez que soñó con Adrián— ardía como si le hubieran aplicado hierro al rojo vivo.—¡Helena! —el grito de Adrián atravesó el campo de batalla.Lo vio corriendo hacia ella, esquivando cuerpos y hechizos, con la desesperación marcada en cada músculo de su rostro inmortal. Sus ojos, normalmente del color del ámbar antiguo, ahora brillaban con un fuego sobrenatural. Pero Helena apenas podía enfocarse en él. El do
El cielo se teñía de un rojo intenso mientras el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas. Helena observaba desde la ventana de la torre norte cómo las nubes adquirían tonalidades carmesí, presagio de la luna roja que aparecería esa noche. Sus dedos tamborileaban nerviosamente sobre el alféizar de piedra mientras su mente repasaba los acontecimientos de las últimas horas.Darius había convocado a todos en el gran salón apenas el druida Malakai llegó con las noticias: los clanes enemigos habían unido fuerzas y planeaban atacar durante la luna roja, cuando el velo entre los mundos se debilitaba y las criaturas sobrenaturales alcanzaban el máximo de su poder.—Una cacería de sangre —había anunciado Darius, su voz resonando en las paredes del salón mientras todos los presentes guardaban un silencio sepulcral—. Eso es lo que nos espera esta noche.Helena recordaba la tensión en el ambiente, los rostros preocupados de los guerreros, el miedo palpable en el aire. Pero lo que más la pertur
El bosque se había convertido en un laberinto de sombras. Helena, Darius y Ayleen avanzaban entre la espesura, siguiendo el sendero que los llevaría al antiguo templo donde, según las indicaciones del druida, encontrarían el artefacto capaz de romper parte del hechizo que mantenía a Darius atrapado en su ciclo de muerte.El viento susurraba entre las hojas, meciendo las ramas de árboles centenarios que parecían observarlos con recelo. Helena sentía la tensión en el aire, como si el bosque mismo contuviera la respiración.—Algo no está bien —murmuró Darius, deteniéndose abruptamente. Su mano se posó instintivamente sobre la empuñadura de su daga.Ayleen olfateó el aire, sus sentidos sobrenaturales captando lo que los demás no podían percibir.—Huele a... —comenzó, pero no pudo terminar.El silbido cortó el aire antes de que cualquiera pudiera reaccionar. La flecha emergió de entre los árboles como un relámpago oscuro, dirigiéndose directamente hacia Helena. Fue Ayleen quien, con un mov
La sala del Consejo quedó en silencio cuando el último de los ancianos terminó de hablar. Darius permanecía de pie, con los puños apretados y la mandíbula tensa, mientras las palabras flotaban en el aire como dagas envenenadas.—La manada necesita estabilidad, Darius —insistió Morgana, la más antigua del Consejo—. Sin una compañera marcada, tu posición como Alfa queda vulnerable. Los clanes rivales lo saben, y los jóvenes de nuestra propia manada comienzan a cuestionarse tu compromiso.Darius recorrió con la mirada a cada uno de los siete miembros del Consejo. Sus rostros, curtidos por siglos de existencia, mostraban la misma expresión severa.—Helena no es un simple peón en vuestro tablero político —respondió con voz grave—. La marcaré cuando ambos estemos preparados, no cuando os convenga.Thorne, el consejero más cercano a Darius, se levantó con pesadez.—No es cuestión de conveniencia, sino de supervivencia. Los rumores sobre la maldición de su linaje se extienden como la niebla.
La sala del Consejo, con sus paredes de madera oscura y sus ventanales que dejaban entrar la luz plateada de la luna, nunca había estado tan llena. Los miembros de la manada se apretujaban hombro con hombro, sus rostros tensos reflejando la gravedad del momento. Helena observaba desde un rincón, sintiendo el peso de todas las miradas que se desviaban hacia ella cuando creían que no se daba cuenta.Darius se erguía en el centro de la estancia, su figura imponente recortada contra el fuego de la chimenea. La luz de las llamas arrancaba destellos cobrizos de su cabello negro y proyectaba sombras danzantes sobre los planos angulosos de su rostro. Sus ojos, del color del ámbar líquido, recorrieron la sala hasta encontrarse con los de Helena.—Os he convocado esta noche —comenzó, su voz profunda resonando en cada rincón— porque ha llegado el momento de aclarar los rumores que corren entre nosotros.Un murmullo recorrió la sala. Helena sintió que su corazón se aceleraba. Sabía lo que vendría
La sala del Consejo se había convertido en un campo de batalla donde las palabras cortaban como dagas. Los ancianos vampiros, sentados en sus tronos de ébano tallado, miraban a Darius con una mezcla de desprecio y temor. La noticia de otra masacre en el distrito norte —veintidós vampiros desangrados hasta la muerte, con sus corazones arrancados— había sido la gota que colmó el vaso.—¡Es suficiente! —bramó Elazar, el más antiguo del Consejo, golpeando su bastón contra el suelo de mármol—. La sangre de nuestros hermanos clama venganza. La humana debe ser entregada como ofrenda.Helena permanecía de pie junto a Darius, con el corazón martilleándole en el pecho. Sentía las miradas de todos sobre ella, evaluándola como si fuera ganado en un matadero.—La chica es la clave —continuó Morgana, la única mujer del Consejo, con voz sedosa pero letal—. Los oráculos han hablado. Su sangre es el catalizador de esta maldición. Si la entregamos al clan Valaquia, quizás podamos negociar una tregua.D
Último capítulo