Mi instinto gritaba que corriera.
Pero mis pies no se movían.
Ahí estaba él, como una visión tallada en sombras. Alto, pálido, con ese rostro demasiado perfecto para ser real. Sus ojos eran un abismo, oscuros como la noche sin luna, y brillaban con una intensidad que me inmovilizaba. Era como si dentro de ellos danzaran secretos antiguos… y todos me estuvieran observando.
—Mi nombre es Caleb —dijo, y su voz…
Era como un murmullo al oído en medio de una pesadilla húmeda. Grave. Profunda. Cargada de una seducción peligrosa que me hizo estremecerme.
Esperando.
Mi respiración se volvió irregular. Dije lo primero que me vino a la mente.
—¿Quién demonios eres?
—Ya te lo dije —respondió, dando un paso hacia mí, lento, como si temiera que saliera corriendo. O como si supiera que no lo haría—. Caleb.
Tragué saliva. Retrocedí un paso. Mi cuerpo, por alguna razón estúpida, quería avanzar.
—¿Por qué me seguiste? —Mi voz no salió como una acusación. Salió rota.
—No te seguí, Helena. Fuiste tú quien vino a mí. Siempre ha sido así.
Sentí un escalofrío recorrerme la columna. Cada palabra que decía parecía escrita con fuego sobre mi piel. ¿Cómo podía saber mi nombre? ¿Cómo podía... mirarme así?
Mi corazón golpeaba fuerte contra mis costillas. Si alguien me tocaba en ese momento, se quemaba. Lo juro.
—¿Nos conocemos? —pregunté, aunque la respuesta me aterraba.
Una sombra de sonrisa se dibujó en sus labios. No fue cálida. Fue trágica.
—Tu alma me ha conocido durante siglos.
Una risa nerviosa me escapó.
—¿Estás bromeando?
—Desearía estarlo —murmuró. Y, por primera vez, vi un destello de algo parecido al dolor en sus ojos.
Lo más lógico era irme. Dar media vuelta. Volver a mi casa y encerrarme bajo mil llaves.
Y yo ya no confiaba en mis instintos.
—¿Qué eres?
—Un maldito atrapado —dijo, y la furia que contuvo en esas palabras fue tan palpable como una tormenta a punto de estallar—. Un condenado a morir cada noche.
Parpadeé.
—¿Qué?
Él suspiró, como si le doliera explicarlo. Como si revivirlo fuera un castigo en sí mismo.
—Cada atardecer, renazco. Y con la última sombra antes del amanecer… muero. Lo he hecho cientos de veces. Miles. La misma tortura. La misma maldición. El mismo final.
Me quedé muda. Eso no era real. No podía ser real.
—¿Y qué tengo que ver yo en todo esto?
Lo vi dudar. Por primera vez, vaciló. Como si tuviera miedo de decírmelo.
—Tu sangre —dijo al fin, bajo—. Tu sangre es la única que puede romper el ciclo.
Las palabras me golpearon con fuerza. Me tambaleé sin moverme. ¿Mi sangre?
—¿Qué se supone que significa eso?
Él me miró como si odiara tener que responder.
—Que tú puedes liberarme… pero el precio es alto.
—¿Cuál es el precio?
Caleb no respondió enseguida. Dio un paso más, y ahora estaba a apenas unos centímetros de mí. Sentí su energía envolviéndome, como una marea oscura.
—Tendrías que darme algo que no puedes recuperar. Algo… que no deberías querer perder.
—¿Mi vida?
—Peor.
Su cercanía era demasiado. Sus palabras, demasiado cargadas de doble filo. Me dolía el pecho del miedo… y de algo más.
Lo odiaba.
Lo odiaba por atraerme así. Por hacerme sentir como si cada parte de mí quisiera pertenecerle sin entender por qué.
Mis ojos viajaron por su rostro. Por la línea marcada de su mandíbula, por sus labios entreabiertos como si me estuviera saboreando desde lejos. Por ese maldito brillo en su mirada.
—¿Y si me niego? —susurré.
Su sonrisa fue lenta, amarga.
—No podré obligarte. Pero eso no me salvará. Ni a ti. La marca ya está en tu cuello. El ciclo ha comenzado… contigo.
—Yo no pedí esto.
—Tampoco yo.
La tensión se volvió irrespirable. Como si el aire entre nosotros estuviera a punto de estallar. Mi cuerpo se tensó, temblando, como si supiera lo que él era capaz de hacerle con solo rozarme.
Sus dedos rozaron mi brazo. Apenas un toque. Pero me sentí invadida. Quemada.
—¿Qué me estás haciendo? —pregunté, con la voz temblorosa.
—Nada. Aún no —dijo, con una oscuridad sutil que me erizó la piel—. Pero lo sientes, ¿no? Esa fuerza. Ese hilo invisible. Esa necesidad de acercarte más, aunque sabes que deberías huir.
Sí.
Él inclinó su rostro apenas, como si fuera a besarme. No lo hizo. Pero su aliento rozó mis labios y eso fue peor.
El deseo me golpeó como una ola. Quise tocarlo. Quise sentirlo. Y también quise llorar del miedo que me provocaba necesitarlo así.
—¿Qué significa esto? —jadeé—. ¿Estoy a salvo?
Él me miró, profundo, con los ojos oscuros llenos de algo… roto.
—No lo estás.
Sus palabras fueron un disparo en la oscuridad. Claras. Frías. Letales.
Y sin embargo, no me alejé.
No podía.
Me abracé los brazos, temblando.
—Esto es una locura… —murmuré—. Todo esto. Tú. Yo. Ese maldito símbolo en mi cuello.
—Lo sé. —Su voz bajó hasta volverse apenas un murmullo—. Pero no estás sola en ella.
—¿Y qué se supone que haga ahora?
Él dio un paso hacia mí. Sus ojos se suavizaron. Sus dedos rozaron los míos, y esta vez, no me aparté.
—Sobrevivir —dijo—. Conmigo.
Lo miré fijamente.
Y por un instante, juro que el mundo se detuvo.
El cielo, que hasta entonces era gris, se tornó rojo. No en sentido figurado. No una metáfora.
Literalmente rojo.
Como un eclipse bañado en sangre. Como si el universo supiera que algo estaba cambiando.
Y en ese silencio imposible, Caleb tomó mi rostro entre sus manos.
Sus dedos eran fríos. Su mirada, ardiente.
—Te protegeré —prometió—. Aunque me consuma por ello.
Su juramento fue como un sello invisible. Algo se cerró en el aire. Algo se selló entre nosotros.
Y justo en ese momento, lo supe.
Ya no había marcha atrás.
Porque esa noche… el eclipse no era lo único que había sido marcado por la sangre.
También lo estaba yo.