La noche se deslizaba por mi ventana como un manto de tinta negra. Habían pasado tres días desde que vi el portal en el espejo, tres días en los que mi vida se había convertido en una extraña danza entre lo real y lo imposible.
Caleb venía cada noche. No como una aparición o un sueño, sino como una presencia tangible que se materializaba con las primeras sombras del atardecer. Me enseñaba cosas. Cosas que nunca pensé que necesitaría saber.
—Tu sangre tiene memoria —me dijo la primera noche, mientras trazaba símbolos en mi antebrazo con un líquido que olía a hierro y ceniza—. Recuerda lo que tu mente ha olvidado.
Sus dedos eran fríos, pero dejaban un rastro ardiente sobre mi piel. Cada vez que me tocaba, algo dentro de mí se agitaba, como si despertara de un largo letargo.
—¿Por qué mi abuela? —pregunté, observando cómo los símbolos se desvanecían lentamente, absorbidos por mi piel—. ¿Por qué mi familia?
Caleb me miró con esos ojos que parecían contener galaxias enteras de oscuridad.
—