3

No estoy sola.

Lo pienso por enésima vez mientras recorro el pasillo de mi casa, sintiendo que cada paso que doy hace eco en un universo paralelo, uno donde algo—alguien—me sigue con la respiración contenida y los ojos clavados en mi espalda.

Esa sensación constante de que el aire está siendo compartido con una sombra.

Es peor que el miedo. Es certeza.

Las luces parpadean cada tanto, como si quisieran advertirme de algo que aún no puedo ver. Las paredes parecen más angostas que antes, más cerradas, como si se inclinaran hacia mí.

Y entonces está eso.

Las voces.

Pequeños susurros, apenas un murmullo, que se arrastran entre las grietas del papel tapiz, que se cuelan por el suelo de madera vieja. Palabras incompletas. Incomprensibles. Algunas tan suaves que podrían ser parte del viento. Otras tan claras que me hacen contener el aliento.

Helena...

No debiste buscar...
Él ya lo sabe...

Aprieto los dientes y camino hacia la cocina, pero me detengo antes de llegar. Algo cambia en la temperatura del aire. Como si estuviera entrando a una habitación ocupada.

—Estoy empezando a odiar mi casa —murmuro, más para no enloquecer que por otra cosa.

La oscuridad ha ganado terreno. Las sombras son más largas. Más densas.

Como si algo dentro de esta casa también se hubiera despertado.

Respiro hondo y regreso al salón. No tengo una maldita idea de lo que estoy buscando, pero no puedo seguir esperando a que lo inexplicable siga marcando las reglas. Si hay respuestas, deben estar aquí. En algún lugar.

Mis pasos me guían hacia la trampilla del sótano.

Me congelé un segundo. Esa puerta siempre me dio mala espina. Nunca bajé. Nunca necesité hacerlo.

Hasta ahora.

Tomé una linterna del cajón y tiré de la cuerda. El chirrido fue tan largo y agudo que me dolieron los dientes.

Bajé.

La humedad se pegó a mi piel al instante, como un susurro pegajoso. El olor era rancio, mezcla de polvo, encierro y madera húmeda. El haz de luz cortaba apenas unos metros delante de mí.

Entonces la vi.

Una caja.

Pequeña. De madera negra. Tallada con símbolos que me revolvieron el estómago con solo mirarlos.

La cubría una manta polvorienta, como si alguien hubiera querido esconderla... pero sin demasiada convicción.

La tomé con cuidado y la subí conmigo. La puse sobre la mesa y la abrí con manos temblorosas.

Dentro, una carta.

El papel estaba amarillento, pero aún intacto. Las letras escritas a mano, con una tinta que parecía sangre seca.

Helena,
Si estás leyendo esto, ya lo has sentido. Él ha comenzado a llamarte. No luches contra lo que eres. Tu sangre fue marcada antes de nacer. Este destino no te pertenece solo a ti... pertenece a todos nosotros. Tu abuela selló el pacto. Ahora es tu turno.

Sentí que el mundo se tambaleaba.

¿Pacto? ¿Mi abuela?

¿Quién era él?

Tragué saliva, incapaz de apartar los ojos de las siguientes líneas.

No todos los que llevan nuestra sangre sobreviven al llamado. Algunos se consumen. Otros… se entregan.

Se entregan.

Dios.

No quería saber qué significaba eso. Y al mismo tiempo, necesitaba saberlo todo.

Me encerré en mi habitación con la carta pegada al pecho. Me acosté sin cambiarme. Cerré los ojos.

Y volví a soñar.

Pero esta vez, no estaba sola en una habitación oscura.

Estaba en mi cama. Con él.

No como un fantasma o una figura lejana.

Él estaba sobre mí.

Mi cuerpo respondió con una descarga eléctrica desde la base de la espalda hasta el cuello. Sentí sus dedos recorrer mi piel como si ya conocieran cada milímetro. Eran fríos y cálidos a la vez, imposibles. Su aliento rozó mi clavícula. Sus labios, apenas un roce, me arrancaron un gemido involuntario.

Mis piernas se arquearon por sí solas. No quería resistirme. No podía.

Su voz era un susurro caliente contra mi oído.

Tú me abriste la puerta, Helena. Ahora no puedes cerrarla.

Quise responder, pero el deseo era más fuerte que el lenguaje.

Entonces, una punzada.

Justo en el pecho.

Dolor.

Agudo.

Como si algo me rasgara desde dentro.

Grité.

Y desperté de golpe.

Empapada en sudor. Respirando como si hubiera corrido kilómetros. Mi camiseta pegada a la piel. Mis labios... aún ardían.

La habitación estaba en silencio. Pero sabía que no estaba sola.

Lo sentía.

La línea entre sueño y realidad se estaba rompiendo. Y yo me estaba desmoronando con ella.

Me levanté tambaleando y fui al baño. Me miré en el espejo. Otra vez. Como cada maldita noche desde que empezó todo.

La marca en mi cuello palpitaba. Lo juro.

Me abracé a mí misma. Quería gritar. Quería correr. Quería respuestas.

Y, maldita sea, quería volver a sentir su aliento.

La vulnerabilidad me aplastó.

No era solo miedo. Era algo más oscuro. Más profundo.

Un abismo que me estaba tragando. Y yo empezaba a disfrutarlo.

No podía más. Tenía que salir de esa casa. Respirar algo que no estuviera cargado de presencias invisibles. O de mis propios demonios.

Me puse una chaqueta, tomé las llaves, y salí sin rumbo. Solo necesitaba caminar. Sentir el frío en la cara. Escuchar ruidos normales.

Caminé varias cuadras sin pensar. Perdida entre pensamientos turbios y recuerdos que no eran míos.

Y entonces lo vi.

En la esquina.

De pie.

Esperándome.

Su rostro... Dios.

No era solo hermoso. Era devastador.

Pálido, esculpido, con unos ojos oscuros que me miraban como si ya me hubiera tenido mil veces en sus brazos. Como si supiera cada rincón de mi alma.

Había dolor en su mirada.

Y deseo.

Y algo más.

Algo que podía arrastrarme sin esfuerzo al infierno más dulce.

Nuestros ojos se encontraron.

Y supe que nada volvería a ser igual.

—Helena... —murmuró mi nombre, y el mundo se detuvo.

No había viento. No había ruido. Solo él.

Y yo.

Acercándome al abismo con cada paso.

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