No hay aire suficiente cuando estoy cerca de él. O tal vez hay demasiado y por eso me ahogo.
Lo miro, de pie en medio de la calle vacía, como una escultura de mármol que ha decidido moverse. Sus ojos me perforan, como si estuviera tallándome desde dentro.
¿Cómo se supone que deba actuar frente a alguien que asegura necesitar mi sangre para liberarse de una maldición? ¿A alguien que dice haber muerto mil veces?
Y lo peor: ¿por qué parte de mí quiere creerle?
—No puedes solo aparecer y decir que me “has estado esperando” —digo, con la voz más firme que puedo fingir—. No funciona así, Caleb. No soy una pieza más en tu drama inmortal.
—No lo eres —dice, y su tono... maldita sea. Es calmo, sereno, como si ya supiera que mis palabras son solo defensas inútiles. Como si conociera cada rincón de mis miedos y estuviera dispuesto a desarmarlos con una sola mirada—. Eres el centro de todo.
Me río. Sarcástica. Una carcajada nerviosa, fea, desesperada.
—¿Y eso qué significa? ¿Que soy tu salvadora mágica? ¿Una especie de sacrificio romántico del siglo XXI?
—Eres mi redención o mi ruina —responde sin parpadear—. Aún no lo sé.
Y ahí va de nuevo, con esas frases que me desarman las entrañas.
Porque lo dice con los ojos llenos de verdad. Como si cada sílaba estuviera cargada con años de sufrimiento, soledad, desesperación.
¿Y qué hago yo?
Me derrumbo un poquito por dentro.
—Explícame lo que soy —le pido, aunque tengo miedo de la respuesta.
Caleb me observa en silencio. Se acerca. Lento. Cada paso que da, mi corazón late como si quisiera salirse por la boca. Cuando está a menos de un metro de mí, se detiene. Y ahí, en ese pequeño espacio cargado de electricidad, me empieza a contar.
—Fui humano una vez —dice, y su voz ya no suena como antes. Tiene bordes filosos—. Hace siglos. En otra vida, en otro mundo. Me enamoré de alguien que no debía. Una mujer marcada por sangre de cazadores. Ella me entregó… y yo pagué el precio.
Lo escucho sin parpadear. Es como estar atrapada en una historia que no puedo dejar de leer.
—Fui convertido en un acto de venganza, por una criatura antigua. Ella me ató a un ciclo eterno de muerte y resurrección. Cada noche vuelvo a la vida, pero cuando el sol se alza... me consumo. Como cenizas en el viento.
Su voz se rompe. Un poco. Lo justo para que me duela.
—Y tú apareciste —dice—. Con la misma mirada. La misma marca en el alma. No eres ella… pero tu linaje es el mismo. Y eso te hace parte de este infierno.
Una parte de mí se parte en dos.
—¿Me estás culpando?
—Estoy diciendo que tu sangre tiene poder. Que podrías romper el ciclo. O empeorarlo. No lo sé. Pero desde que soñaste conmigo, desde que dijiste mi nombre en sueños… estás unida a esto.
Mi estómago se revuelve. Porque sí, lo hice. Lo soñé. Lo busqué. ¿Y si de algún modo fui yo quien abrió la puerta?
—Esto es una locura.
—Lo sé.
Y aún así, sus ojos me miran como si yo fuera lo único cuerdo en su mundo roto.
Mi cuerpo está en guerra con mi mente. Quiero alejarme. Pero mis pies están clavados al suelo. Y luego… él levanta la mano.
Dios.
Su mano es grande, pálida, elegante. Me roza la mejilla con tanta delicadeza que me estremezco como si me hubiera tocado con fuego.
—No deberías dejarme tocarte —dice, casi con culpa.
—Y sin embargo lo haces —susurro, mi voz ya no suena como la mía. Es más suave. Más honesta. Más perdida.
Su pulgar acaricia mi piel, justo debajo de mi ojo. Es un roce insignificante. Pero me arde. Me desarma.
—Podría lastimarte —murmura, pero no se aparta.
—Y yo podría perderme en esto.
Ambos sabemos que es cierto.
La tensión entre nosotros es peligrosa. No una tensión cualquiera. Es esa que hace que los cuerpos se acerquen sin permiso, que los labios tiemblen por el deseo contenido, que las respiraciones se mezclen como si estuvieran a segundos de perderse el uno en el otro.
Siento su aliento en mis labios. Mi pecho se eleva con fuerza. El deseo me perfora desde dentro.
Y entonces, justo cuando creo que va a besarme, él se aleja un paso.
—No quiero que te involucres más —dice. Pero su voz… su voz no dice lo mismo. Su voz tiembla. Suplica.
—¿Y entonces por qué estás aquí? —pregunto, dolida, rabiosa—. ¿Por qué me sigues? ¿Por qué me buscas?
Él aprieta los labios. Cierra los ojos un segundo. Y cuando los abre, parece que está sangrando por dentro.
—Porque no puedo evitarlo —responde—. Te necesito.
Esa confesión me quiebra. No por lo que dice. Sino por cómo lo dice.
Como si odiara necesitarme. Como si eso lo hiciera más débil.
Pero también más humano.
Y por primera vez, lo veo. No como una criatura oscura o un castigo ambulante. Sino como alguien… roto.
Un hombre hecho de sombras, intentando recordar cómo se sentía la luz.
Me acerco.
—Caleb…
Él no se mueve.
Toco su pecho. Está frío. Como si no hubiera vida en él. Pero al hacerlo, sus ojos se llenan de algo que me da miedo nombrar.
Esperanza.
¿Y si esa esperanza era lo único más peligroso que el deseo?
—Te ayudaré —digo. Lo juro en voz alta, aunque por dentro sepa que no debería.
Y cuando esas palabras salen de mis labios, siento que algo en el aire cambia. Como si un pacto silencioso se hubiera sellado entre nosotros.
Él me mira. No como si estuviera agradecido. Sino como si acabara de condenarme.
—No sabes lo que estás haciendo —murmura.
—Lo sé —respondo, tragando el miedo como si fuera un trago amargo—. Pero tampoco tú.
Nos quedamos ahí. Frente a frente. Con la oscuridad danzando a nuestro alrededor. Con el mundo contenido en la distancia de un beso que no se da.
Y entonces, Caleb sonríe. Apenas. Como si supiera que esto ya no tiene vuelta atrás.
—Acabas de firmar un pacto con la oscuridad —susurra.
Y yo, mirándolo a los ojos, lo acepto.
Porque a veces, lo más aterrador no es amar a un monstruo.