Una alianza forzada. Un amor prohibido. Una guerra silenciosa. Isabella nació para reinar… pero fue robada para obedecer. A los once años, su vida de privilegios terminó en una fría noche de invierno, cuando fue secuestrada por el clan mafioso Di Lazzaro, enemigos eternos de su familia. Ocultaron su nombre. Enterraron su pasado. La prepararon para convertirse en la esposa del heredero: Dante, un joven tan brillante como cruel, tan frío como irresistible. Pero lo que los Di Lazzaro no sabían… es que Isabella y Dante ya se habían conocido en secreto, en otro tiempo, en otra piel. Y que un recuerdo compartido ardería como una brasa escondida bajo los escombros de la traición. Años después, unidos por un pacto que ninguno eligió, ambos deberán navegar una red de mentiras, celos, chantajes y fuego. Cuando otra mujer amenaza con destruirlos desde dentro, Dante toma la decisión más dolorosa: alejarse para salvarla. Pero el amor verdadero no se disuelve en la oscuridad… solo se esconde, esperando el momento para arder de nuevo. Entre sombras y juramentos, se alza una historia donde el poder mata, el deseo consume… y el amor renace en medio del peligro.
Leer másEl fuego comenzó poco después de la filtración. Un incendio controlado, elegante, simbólico. La villa Rossi ardía como si cada ladrillo gritara un nombre maldito, un pecado enterrado. Desde lo alto del acantilado, Laura observaba las llamas sin pestañear. No había llamado a los bomberos. No pensaba salvar ruinas que solo contenían fantasmas. Su pasado, al fin, comenzaba a morir. Pero la paz fue efímera. El zumbido del teléfono satelital quebró el silencio. Lara dudó. Nadie tenía ese número salvo tres personas. Una ya estaba muerta. La segunda, desaparecida. La tercera… —¿Lara? —dijo la voz, rasgada, viva, y al mismo tiempo, rota. El corazón de Lara dio un vuelco. —¿Dante? Un silencio tembloroso del ot
La noche era densa, saturada por el eco de los secretos que Marsella no lograba enterrar. Lara observaba desde el tejado de un viejo edificio, con los documentos robados del laboratorio ocultos bajo su chaqueta. La ciudad brillaba abajo, indiferente al hecho de que una guerra de linajes, traiciones y códigos de sangre se tejía en sus entrañas.Había pasado días escondida, cambiando de identidad, de acento, de cuerpo casi. Había aprendido a convertirse en nadie.Y ahora, después de todo lo vivido, había llegado el momento de mirar a la bruja a los ojos.Claudia Rossi.La invitación llegó en forma de una amenaza.Una caja de madera negra, enviada a la posada donde Lara se ocultaba. Dentro, un teléfono encendido y una nota con una sola palabra:“El final.”La pantalla mostró un video.Claudia, sentada en un sillón de terciopelo rojo, sonreía como si dirigiera una obra de teatro macabra.—Lara —dijo con esa voz
Las calles de Marsella ardían bajo el sol del mediodía, pero Lara caminaba como si el fuego estuviera dentro de ella. El cabello recogido, lentes oscuros, ropa sencilla. Pasaba desapercibida, y eso era parte de su nuevo poder.Cada paso la alejaba más de la mujer cautiva, la que esperaba que alguien la amara lo suficiente como para venir a salvarla.Ahora, lo único que esperaba era la verdad.Y sangre, si era necesaria.Llegó al lugar indicado: una pequeña librería abandonada cerca del puerto viejo. La fachada estaba descuidada, pero la puerta tenía un sensor oculto en el marco. Lara deslizó el anillo que había encontrado entre las cosas de Salvatore —una vieja reliquia con el escudo de los Del Vescovo— y la puerta emitió un clic metálico antes de abrirse.Adentro, el aire estaba cargado de polvo, madera envejecida y sospechas.Un hombre la esperaba detrás de un mostrador falso.—Has tardado —dijo con acento italiano, sin mirarla—
La mansión en Sicilia había amanecido silenciosa.Demasiado silenciosa.Las sombras se proyectaban largas sobre el mármol blanco. El viento mecía los rosales con una suavidad engañosa, como si el aire aún no supiera lo que iba a ocurrir. Lara se asomó por la ventana de la biblioteca con una taza de té en las manos temblorosas. Ya no era la misma joven ingenua que llegó allí por mandato, ni la mujer rota que Dante dejó atrás.Era otra.Algo había despertado en ella.Las lecciones con Salvatore, el viejo mayordomo que alguna vez sirvió al abuelo de Dante, se habían vuelto constantes. A escondidas, entre susurros, él le enseñaba a leer los movimientos de los guardias, a usar cerraduras antiguas, a manipular la seguridad de los sistemas internos sin dejar rastros.—Tu poder no es la fuerza —le había dicho una noche, mientras ella leía un libro de estrategia militar—. Es la subestimación. Eres la reina silenciosa en un tablero de reye
El Palacio Esmeralda, a las afueras de París, no figuraba en ningún mapa turístico. Antiguamente era un refugio de aristócratas desterrados. Hoy, servía como escenario de una de las reuniones clandestinas más exclusivas del mundo. Y peligrosas. Francesca descendió del auto negro como una silueta cortada del mismo cielo nocturno. Su vestido de terciopelo azul, ajustado y sin mangas, brillaba bajo los reflectores dorados. Llevaba una máscara veneciana, decorada con perlas negras, ocultando su expresión… pero no su intención. Isabella la observaba desde el canal de comunicación oculto en el pendiente izquierdo. —Recuerda, Francesca. Nadie es quien parece esta noche. No mires demasiado, no hables demasiado. Escucha. Graba. Y sal con vida. —Lo prometo —susurró ella, antes de cortar la conexión momentáneamente. El salón principal parecía sacado de un cuadro barroco. Candelabros de cris
La ciudad seguía durmiendo bajo su propio veneno. Los callejones oscuros, las luces tenues, el eco de sirenas lejanas: todo parecía normal. Pero bajo la superficie, el juego había comenzado. Y ya había sangre en el tablero. Francesca conducía por una ruta alterna, con las ventanas oscuras y los vidrios antibalas sellados. En el asiento trasero, Elías repasaba los expedientes filtrados por los contactos de Isabella: movimientos bancarios, empresas fantasma, rutas de escape. Todos conducían a una sola figura. Claudia. —Encontramos una transferencia reciente a un hospital en Suiza —dijo Elías—. Una unidad psiquiátrica privada. Registrada bajo el nombre de una tal “Madame R”. Francesca alzó una ceja. —¿Podría ser su madre? —O su sombra —respondió él. De pronto, el auto se detuvo. Demasiado brusco. Francesca levantó el seguro del arma. —¿Qué pasa? El conductor no respondió. Solo entonces notaron la barricada improvisada frente a ellos. Dos motocicletas atravesada
Último capítulo