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CAPÍTULO 5: NUESTRO PACTO EN SILENCIO

Era la primera vez que Isabella asistía a un evento fuera de la mansión desde el compromiso. La ocasión era una cena diplomática entre clanes aliados en Milán. El salón de mármol del Hotel Il Magnifico estaba cargado de oro, humo de habanos, y miradas que la evaluaban como cuchillas. Iba del brazo de Dante, quien se comportaba como siempre: impecable, silencioso, controlado. Como si nada pudiera tocarlo, ni siquiera ella.

Isabella llevaba un vestido negro de satén que resaltaba su silueta, sobrio y elegante, con un broche antiguo en forma de rosa negra. Lo había elegido como mensaje. Las rosas eran bellas, sí, pero también tenían espinas.

Durante el cóctel previo a la cena, mientras Dante conversaba con un socio ruso, Isabella se quedó sola junto a la barra. Fue entonces cuando se acercó Marco Bellotti, hijo del jefe del clan de armas del sur. Joven, atractivo y arrogante. Con una sonrisa ladeada, se acercó demasiado.

—No sabía que las esposas del norte se servían solas —dijo, rozando su brazo con descaro.

—Y yo no sabía que la ignorancia aún se consideraba encanto —respondió Isabella con frialdad, girando para marcharse.

Pero Marco le sujetó la muñeca. No con fuerza, pero sí con arrogancia.

—No tan rápido. Solo quería saludarte como se saluda a una reina... con devoción —dijo con un guiño vulgar.

Antes de que Isabella pudiera liberarse, una mano fría y dura separó los dedos de Marco de su piel. Era Dante. Silencioso como un espectro.

—Tócala otra vez y te rompo cada dedo, uno por uno. Sonriendo —dijo, con una voz tan baja que solo ellos tres pudieron oírla.

Marco retrocedió con una risa nerviosa. Dante no sonrió. Solo tomó la mano de Isabella con fuerza y la guió fuera del salón sin decir nada más. Nadie se atrevió a detenerlos.

En el auto de regreso, el silencio era denso como humo. Isabella miraba por la ventana. Sentía una mezcla de rabia, humillación… y algo más profundo que no podía nombrar.

—Gracias —dijo finalmente, en voz baja.

—No lo hice por cortesía —repitió Dante, como si fuera su frase maldita—. Lo hice porque nadie tiene derecho a tocarte sin tu permiso. Ni siquiera yo.

Ella lo miró, y por primera vez, él le sostuvo la mirada. No había frialdad en sus ojos grises. Solo una rabia contenida… y una ternura tan peligrosa que dolía.

Al llegar a la mansión, Isabella no se fue directo a su cuarto. Caminó hasta la biblioteca, con Dante tras ella. Cerró la puerta. Encendió una lámpara.

—¿Por qué hiciste eso? —preguntó.

—¿Qué parte?

—La amenaza. El fuego en los ojos. La forma en que me tomaste la mano. ¿Qué fue eso, Dante?

Él guardó silencio. Se acercó al ventanal. Luego habló sin mirarla.

—No quiero ser tu carcelero. Pero tampoco voy a permitir que te traten como un adorno. Aquí… o en cualquier parte.

Isabella caminó hacia él, con pasos lentos.

—Entonces no me trates tú como una figura de cristal. No pongas muros donde hay heridas. Si estamos en esto juntos… quiero que lo estemos de verdad.

Dante la miró. Su expresión era un caos contenido. Luego, muy despacio, sacó un pequeño cuchillo de su chaqueta. Se hizo un corte limpio en la palma.

—Júramelo —dijo—. Que no me traicionarás. Ni aquí ni cuando esto se caiga a pedazos.

Isabella, sin dudarlo, tomó el cuchillo y se hizo un corte igual. Extendió su mano.

—Te juro que si caes… yo caeré contigo. Pero si mientes, me levantaré sola. Y no volverás a verme.

Sus palmas sangrantes se unieron. La sangre caliente se mezcló.

No eran amantes aún. Pero ya no eran enemigos.

Eran aliados. Y en ese mundo… eso era más íntimo que cualquier beso.

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