Mundo ficciónIniciar sesión—No malgastes el aliento con mujeres que desean lo que no pueden tener. Yo te elegí a ti. Raquel llevaba años borrándose: el nombre, el pasado, la familia. Volverse invisible era la única manera de sobrevivir. Hasta aquella noche imprudente. Una fiesta a la que jamás debió ir… y un desconocido de ojos oscuros y manos peligrosas que la arrastró a su órbita. Javier De León no es un desconocido cualquiera. Es el Don más temido de América. Cuando una bala de francotirador casi acaba con su vida, Raquel comprende que seguir escondiéndose ya no es una opción. La están cazando… y quien quiere verla muerta sabe exactamente quién es. Javier no cree en las casualidades. Ni en la piedad. Su solución es sencilla: hacerla suya. Un anillo de diamantes. Un compromiso falso. Una vida bajo su mirada constante y vigilante. Para una mujer que incendió su pasado con tal de escapar, someterse de nuevo a un hombre es lo último que desea. Pero sobrevivir no deja espacio para el orgullo. Lo que comienza como un pacto desesperado se convierte en una tentación imposible de ignorar. Cuanto más ve Raquel del hombre detrás de la leyenda, más difícil le resulta recordar que hombres como Javier De León no aman. Poseen. Destruyen. Enamorarse de él no es solo una imprudencia… Puede ser el error más letal de su vida. Una noche lo cambió todo. Ahora él la ha reclamado… y Javier De León no piensa dejarla ir jamás.
Leer másRaquel
—¿Alejandra…? ¿Eres tú?
Las palabras cortaron el aire como un cuchillo de hielo y la copa de champán helado tembló en mi mano. Se la había aceptado al camarero con una sonrisa educada, intentando parecer tranquila, pero al oír aquel nombre todo dentro de mí se quedó rígido.
Alejandra.
Un nombre que había enterrado.
Los dedos se me aferraron al cristal mientras me giraba despacio, hasta que mi mirada chocó con la de un hombre al otro lado del salón. Debía de ser uno de los invitados; al principio alzó las cejas, y luego se le fruncieron, como si por fin encajara las piezas.
—¿Alejandra?
El estómago se me dio la vuelta. Una sola idea empezó a martillearme en la cabeza: corre.
Di un paso atrás… y luego otro. El estola de pelo se me deslizó del hombro, fría y ajena, hasta quedar hecha un montón a mis pies. Ni siquiera intenté recogerla. Los tacones repiquetearon contra el mármol cuando me giré, y la copa se me resbaló de los dedos y se hizo añicos en el suelo. No miré atrás.
Sus pasos empezaron lentos detrás de mí… y luego se aceleraron. El pánico me estalló en el pecho.
A la m****a la dignidad.
Me recogí la falda del vestido con las dos manos y eché a correr por aquellos pasillos llenos de brillo, girando una y otra vez, con los pulmones ardiendo, hasta que por fin empujé una puerta, me colé dentro y la cerré de un portazo.
La oscuridad me tragó. Me dejé caer detrás de una mesa, con los codos apoyados en las rodillas, jadeando, escondiéndome como si eso pudiera salvarme.
Me había reconocido.
Un escalofrío me recorrió la espalda. Alejandra. Dios, cuánto odiaba ese nombre. Ahora yo era Raquel.
El pánico fue cediendo, pero el miedo no. Miré alrededor: parecía un despacho, cargado de sombras, salvo por la luz que entraba por unas puertas francesas. Me acerqué al balcón y miré hacia el jardín trasero. La mayoría de la gente se había ido fuera; desde arriba parecían un laberinto de cuerpos. Subían risas y el tintinear de las copas. Ninguna señal de él.
Busqué el móvil en el bolso, decidida a llamar a Andrea, cuando la puerta se abrió.
Me quedé helada.
Un hombre alto, de hombros anchos, se recortó en el marco, exasperantemente sereno.
—Aquí no debería haber nadie.
—Yo… estoy esperando a una amiga —solté, a la primera, deseando sonar más valiente de lo que soné.
Él alzó una ceja. Sentí cómo se me encendía la cara. Maldito. Encima tenía que ser guapísimo.
—Me da igual a qué hayas venido. No tendrías que estar aquí.
Lo fulminé con la mirada.
—¿Y tú quién diablos eres? ¿El de seguridad?
Soltó una risa breve, incrédula.
—Debes de estar bromeando.
Claro que no sabía quién era.
—Entonces no eres seguridad. Solo otro tío más que se cree dueño de la habitación.
Se le dibujó una sonrisa ladeada.
—Hablas mucho para ser alguien que se ha colado donde no debe.
Me habría marchado si no fuera porque el que me buscaba seguía ahí fuera.
—¿Que me he colado? —repetí—. A mí me han invitado.
—¿Ah, sí? ¿Y cómo te llamas?
—¿O qué? —le devolví el desafío, aunque la voz me tembló.
—O te echo.
Vacilé un segundo y al final cedí.
—Raquel Delgado.
Frunció el ceño, como si el nombre no le dijera nada, mientras yo me cruzaba de brazos. Se acercó con calma a la barra del despacho y cogió dos copas.
—¿Te apetece un trago, señorita Delgado?
—Dios… sí. Pero no te creas que te vas a librar tan fácil. ¿Eres el jefe de seguridad o no?
—Si lo fuera, ¿crees que estaría bebiendo mientras trabajo?
—Si fueras malo en tu trabajo, puede que sí.
Me tendió la segunda copa. La tomé con cuidado y la llevé a los labios. El sabor era suave, casi dulce.
—No soy malo en nada —dijo, con esa media sonrisa.
Alcé una ceja.
—Está… rico. ¿Qué es?
—Una botella de Château Margaux.
—Suena caro —comenté, inclinando la copa hacia él—. Salud.
Chocó la suya contra la mía.
—Salud.
El vino entraba sedoso, completamente opuesto al zumbido de nervios que aún tenía bajo la piel. En algún lugar de ahí afuera, el hombre que conocía mi antiguo nombre seguía buscándome, y yo no estaba a salvo. Debería estar concentrada en eso.
Pero mi cuerpo se enganchó al peligro equivocado.
Cada vez que la mirada de aquel hombre se posaba en mí, el calor se me arremolinaba bajo el vientre, distractor, insistente. Cambié el peso de un pie al otro, de pronto demasiado consciente de cada centímetro de piel desnuda bajo el vestido. La culpa era de mis amigas; insistieron en que no me pusiera nada debajo, que las marcas de la ropa interior arruinarían el efecto.
Y aun así, mi cuerpo me traicionaba igual.
—¿Más?
Su mano ya rodeaba casi mi copa, los dedos enormes rozando los míos. El contacto me recorrió como una descarga y retiré el brazo de golpe.
—No, no… así está bien —negué, sintiendo cómo se me encendían de nuevo las mejillas—. Pero… gracias. Por el vino.
Me observó como si supiera perfectamente que me había descolocado, y odié ser tan consciente de lo cerca que estaba.
—Será mejor que me vaya —dije, alzándome demasiado deprisa—. Ya me reuniré con mi amiga luego.
Estaba a medio paso de cruzar la puerta cuando algo dentro de mí se quedó completamente quieto.
Abajo, la gente se abrió, dejando un hueco. Un rostro familiar emergió en medio de la multitud, se detuvo bajo las luces colgantes del jardín y alzó la cabeza para admirarlas.
El pecho se me encogió.
Me aparté de golpe de la barandilla, fuera de su campo de visión, con el aire atascado en los pulmones. Por favor, Dios, que me haya escondido a tiempo. Si mi madre estaba aquí, mi padrastro no podía andar lejos.
—Pensándolo mejor… —balbuceé, abriendo de nuevo la puerta del despacho y deslizándome al interior—. Creo que voy a esperar.
—Tenías cara de haber visto un muerto.
Él vació su copa mientras se acercaba, con la mirada aguda, examinándome.
—¿Eh?
—Esa cara —añadió—. Como si acabaras de ver un fantasma.
—Estoy bien —me encogí de hombros, fingiendo ligereza—. Solo me lo he pensado mejor con lo de la copa.
Cualquier excusa me valía para ganar unos minutos más en ese cuarto, a salvo del monstruo de mi pasado.
—El vino no va a mejorar tu situación —murmuró, dándome la espalda. Aun así, me sirvió otra copa.
—¿Y qué situación es esa?
Regresó con una sonrisa y la copa recién llena, deteniéndose demasiado cerca.
—Has visto algo. O a alguien. Y quiero saber quién.
Hice una mueca, pero agarré la copa y bebí de un trago la mitad.
—A nadie —me apresuré a decir—. No ha sido nada. Solo que… ejem, casi me mato —levanté un pie, señalando los tacones—. Riesgos laborales de llevar zapatos con los que no puedes correr.
Se acercó un paso más.
—No te creo.
Le clavé la mirada.
—¿Perdona?
—Que no te creo —repitió, tranquilo—. Has visto a alguien entre la gente. Pero si no quieres decírmelo, allá tú. Me da igual quién sea.
Debería haberlo negado otra vez. Haber mentido mejor. Pero él ya había visto demasiado.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque no hay una sola persona en esta fiesta capaz de impedir que yo haga lo que quiero.
Un escalofrío me recorrió la espalda, agudo, peligroso. Suficiente, por sí solo, para hacerme salir corriendo. Había venido a divertirme, no a caer en un deseo devastador por un desconocido guapo con pinta de problema envuelto en confianza.
Y, sin embargo… no quería irme.
Porque por primera vez me sentía a salvo. Sabía —sin tener pruebas— que no dejaría que nadie me tocara.
Y solo ese pensamiento ya debería haberme dado miedo.
Tenía que largarme de ahí antes de hacer algo de lo que me arrepintiera. Y seguía sin ver a Andrea. A esas alturas llevaría varias copas más de champán encima y necesitaría que alguien la arrastrara a casa.
—Para ser jefe de seguridad —ronqué, con la garganta seca—, eres bastante prepotente.
Él arqueó una ceja y luego soltó una carcajada baja.
—Y para ser una intrusa en mi despacho, eres bastante respondona.
—Yo no… espera —las palabras se me atascaron—. ¿Acabas de decir tu despacho?
—Eso he dicho —extendió la mano hacia mí—. Javier De León. Un placer conocerte.
RaquelMi teléfono sonó poco después de que Fernanda se fue.—Hola —dijo Andrea en cuanto contesté, con la voz sorprendentemente tensa—. ¿Tienes un segundo?Fui a sentarme en el banco junto a la ventana y metí los pies debajo de mí.—Tengo segundos de sobra.—¿Javier te ha dicho algo?Me mordí el interior de la mejilla.—Me ha dicho muchas cosas.Eres un recipiente vacío que puedo usar como me dé la gana. Como carnada. Como esposa. Por eso eres perfecta para esto, Raquel.—¿Algo en particular? —añadí.—Pues… no sé —murmuró—. Algo de lo que está pasando. Dijiste que todo estaba bien, pero ahora mismo hay dos hombres enormes parados afuera de mi edificio y me estoy volviendo loca.Me puse de pie antes de que terminara la frase. El corazón se me subió a la garganta y empezó a golpear tan fuerte que me costaba respirar.—¿Estás bien? —logré decir—. ¿Quiénes son?Podía gritarle a Javier. Él sabría qué hacer. Podría mandar a alguien mucho más rápido que la policía, seguro.—Supongo que guar
RaquelAquello no podía haber salido peor.La puerta principal se cerró de un portazo tan fuerte que hizo vibrar los cristales. Fernanda soltó el aire como si lo hubiera estado conteniendo todo ese tiempo. Javier no se movió. Se quedó mirando el espacio que su padre acababa de dejar, como si esperara que regresara para rematarlo todo; como el villano de una película slasher que vuelve a ponerse en pie cuando ya estabas seguro de que estaba muerto.Miré a Fernanda, pero no quiso cruzar la mirada conmigo.Le había mentido. Lo sabía. Pero alguien tenía que romper el silencio, despejar el ambiente.Al parecer, esa alguien era yo.Di un paso al frente.—Gracias, Javier, por… —la voz se me cerró en la garganta—. Siento que no haya salido bien, pero gracias por defenderme. Seguro que acabará entrando en razón y…—Fernanda.Su voz se volvió plana, gélida, al mirar por encima de mi hombro hacia su hermana.—Llévate a Raquel arriba.Fernanda se puso de pie.—Tengo que ir y…El gruñido bajo que
Javier—¿Javier? —la voz de mi padre retumbó por la casa, cada vez más cerca—. ¿Javier?—¿Qué es lo que no sé? —Raquel nos miraba a Fernanda y a mí, de uno a otro, con el ceño fruncido.Escuché sus pasos pesados sobre el mármol y sentí cómo el pecho se me cerraba de rabia, la misma de siempre cuando ese viejo cabrón irrumpía donde no lo habían llamado.Fernanda fue la primera en levantarse.Lo interceptó en la puerta y le rodeó la cintura con los brazos.—Hola, papi.Yo incliné la cabeza apenas.—Hola, pa——¿Qué carajos acabo de oír sobre un tiroteo esta mañana? —me cortó en seco—. ¿Estabas en un barrio de mierda enfrentándote a un mercenario?Fernanda se apartó de él y me miró boquiabierta.—¡Me dijiste que no era nada!—Lo manejé. No había nada que contar.—¡Eso no es “nada”, Javier! —exclamó—. ¡Eso es un montón enorme de algo!—Por eso no te lo dije. No estuve a punto de morir. El francotirador iba tras Raquel.Si era posible, el rostro de Fernanda se volvió todavía más pálido.Se
Javier—Vas a asustarla, hermana.—¿Yo? —la sonrisa de Fernanda se ensanchó mientras se acercaba y estiraba la mano hacia Raquel—. Oh, perdón. A veces puedo ser un poco traviesa.El miedo no se borró del rostro de Raquel. Estaba claro que no se había tragado la excusa.—Ignora a mi hermana —la tranquilicé.—Así que… —Fernanda movió un dedo entre Raquel y yo—. ¿Cuándo pasó todo esto?—¿Cuándo crees? Estuviste en la fiesta anoche —refunfuñé.—Sí, estuve. Y eso significa que tuve que hablar con decenas de hombres y mujeres convencidos de que la mejor forma de llegar a ti era a través de mí. —Se volvió hacia Raquel—. Pero a ti no te vi por ningún lado.Raquel se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja. El rubor le subió a las mejillas, a juego con el nuevo tono rosado de sus hombros.Había pasado horas al aire libre. Yo la había observado caminar por el jardín, pensando en ir a acompañarla. Pero después de mi debilidad en la ducha, decidí que mantener la distancia sería lo más prudente
RaquelHoy fue una locura. No sé qué sabes tú, pero… bueno. Llámame cuando tengas un momento. Estoy bien. Solo quiero asegurarme de que tú también lo estés.Caminé pesadamente por el césped y decidí mandar un mensaje a Claudia. Mi estómago ya dolía por mentirle a una amiga; más valía rematar la faena.Antes de que pudiera guardar el teléfono, vibró.CLAUDIA: Estoy bien. Pero aparentemente mi apartamento no es seguro. ¿Estas personas dicen que te conocen? ¿Debo confiar en ellas? ¿QUÉ ESTÁ PASANDO?Mentirle sería más difícil de lo que había pensado. Andrea había caído sin dudar en la historia del romance falso. Claudia era más lista. Práctica.RAQUEL: Puedes confiar en ellos. Demasiado para explicar ahora, pero espero que esto acabe pronto y puedas volver a casa.CLAUDIA: ¿Pasó algo en la fiesta?Mis pulgares se quedaron suspendidos sobre el teléfono. Javier debería haber escrito este guion… o hacerlo él mismo. Un desliz y Claudia podría estar en peligro.RAQUEL: ¿Qué sabes de Javier De
RaquelComí algo y luego salí a deambular por el jardín.Resultaba desconcertante. Vivir allí no sería terrible. En absoluto. Y eso hacía que la idea de volver a mi vida anterior —el restaurante, la acera, el infierno de mi padrastro— se volviera casi insoportable.Aun así, me obligué a recordarlo: no se suponía que yo estuviera allí. El lujo no cambiaba ese hecho.La mansión en sí era impresionante. Tres niveles, balcones colgando de las ventanas, habitaciones interminables que ocultaban secretos que todavía no quería imaginar. Un castillo, sí… pero sin príncipe. Y yo no era ninguna princesa.Saqué por fin el teléfono que me había dado Víctor y marqué el número de Andrea. Contestó al instante.—¡Raquel! Te he estado llamando todo el día. ¿Qué pasó? Las ventanas explotaron. ¿Fueron disparos? ¿Gas? ¿Estás bien?—Estoy bien. De verdad.—¿Segura? —insistió—. ¿Fue una explosión? ¿Un tiroteo? Ese chico guapísimo que me sacó afuera no quiso decirme nada.Fruncí el ceño. Javier no la había s
Último capítulo