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CAPÍTULO 4: EL HIELO Y LA SEDA

La mansión Di Lazzaro tenía más de cuarenta habitaciones, pero solo dos personas habitaban el ala este: Isabella y Dante. Aquel ala era la más antigua, la más silenciosa, donde los cuadros de los antepasados parecían observar con juicio cada paso dado. Allí no se escuchaban risas. Ni discusiones. Solo pasos apagados y puertas que se cerraban con cautela.

El matrimonio no fue consumado. No por falta de oportunidad, sino por una promesa escrita con tinta oscura y rabia contenida. Él no la tocaría sin su voluntad. Ella no se entregaría sin certeza. Así comenzaron a convivir. Como dos piezas de porcelana sobre una repisa que nadie se atrevía a romper. Frágiles. Perfectas. Inalcanzables.

Cada mañana, Isabella despertaba antes del alba. Las cortinas de terciopelo dejaban entrar apenas una línea de luz. Tomaba té de jazmín, se sentaba en su escritorio frente al ventanal y repasaba libros de estrategia política, tratados de guerra, psicología del poder. No era por gusto. Era por necesidad. Porque si no conocía las reglas del juego, sería devorada por ellas.

Dante entrenaba en el patio de piedra. Siempre solo. Siempre con auriculares, como si intentara ahogar el mundo. El sonido seco de los golpes contra el saco de boxeo subía por los balcones como un metrónomo inquietante. Su cuerpo era puro control, pura furia contenida. Isabella lo observaba desde lejos, con una mezcla de curiosidad y desconfianza.

No hablaban mucho, pero cuando lo hacían, las palabras eran cortas, medidas, cargadas de un respeto frío que rozaba la indiferencia.

—Gracias por... el té de ayer —dijo ella una mañana, al verlo dejar una taza sobre la mesa del comedor, junto a un libro que llevaba días buscando.

—No fue por cortesía —respondió él, sin mirarla—. Es parte del pacto. Cuidarte.

Eso dolía más que una bofetada. Isabella empezó a notar que Dante era un experto en poner distancia sin moverse un centímetro. Educado. Impecable. Hermético. Como una muralla de mármol.

Y sin embargo… cada noche, había detalles. Libros que aparecían en su escritorio, marcados justo en la página que a ella le interesaba. Cajas de té que solo conseguía su madre cuando era niña. Una manta tibia sobre el sillón cuando se quedaba dormida leyendo. La luz del pasillo encendida, siempre, hasta que ella cerraba su puerta.

Había ternura camuflada en sus gestos, pero jamás una palabra que lo confirmara. Jamás una mirada sostenida.

Una tarde lluviosa, sin querer, Isabella lo vio en una discusión violenta con su padre. Estaban en el despacho principal, y la puerta estaba entreabierta. No quería espiar, pero al oír su nombre, se detuvo.

—¡Ella no es de las nuestras! ¡Es una traición con piernas! —rugía el viejo Di Lazzaro, con el rostro encendido de furia.

—¡Ella es mi esposa! —gritó Dante—. No la toques, no la señales, y no hables así de ella otra vez.

El silencio que siguió fue brutal. Como un disparo contenido. Isabella retrocedió, en silencio, con el corazón latiendo como un tambor. Se retiró sin ser vista. Pero algo dentro de ella se rompió y se reconstruyó al mismo tiempo.

Aquella noche, no pudo dormir. La imagen de Dante, furioso y protector, la quemaba por dentro. Recorrió su mente una y otra vez. No lo había hecho por deber. Lo había hecho por ella.

Tal vez no era indiferente. Tal vez no era hielo. Tal vez su silencio era una forma de cuidado. De miedo. De amor que no se atrevía a decir su nombre.

Él no era el monstruo que imaginó al principio. Solo era un hombre educado para mandar, para matar, para reprimir todo lo que lo hiciera humano. Y sin embargo, en lo más profundo de esa armadura… aún existía un corazón.

En algún rincón de su alma, Isabella lo comprendió. Y contra toda lógica, contra todo resentimiento acumulado, contra todo lo que había sufrido… empezó a mirarlo con otros ojos.

Sin saberlo, estaba comenzando a enamorarse de su enemigo.

Y eso… era más peligroso que cualquier bala.

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