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CAPÍTULO 6: UNA FUGAZ TREGUA

La noche cayó sobre la mansión como un manto de obsidiana. La tormenta que se avecinaba se anunciaba con relámpagos lejanos y un viento que gemía entre las columnas de mármol. Isabella observaba el cielo desde su balcón, con una copa de vino tinto entre las manos y el corazón lleno de preguntas sin respuestas. Las velas titilaban en su habitación como si compartieran su incertidumbre.

Minutos después, un trueno estalló con violencia y la luz eléctrica se apagó de golpe. Toda la mansión quedó en penumbras. El sistema de respaldo tardaría al menos una hora en reactivarse. El personal corrió por los pasillos con lámparas de aceite, y los murmullos tensos se colaron por las paredes.

Isabella salió de su habitación con una linterna pequeña. Se dirigía a la biblioteca, un espacio que ya sentía suyo. Al pasar por el corredor del ala este, una figura surgió de entre las sombras. Dante.

Llevaba una camisa negra desabotonada hasta el pecho, el cabello revuelto y una linterna en mano. La tormenta lo había despojado de su habitual perfección. Por primera vez, parecía vulnerable. Humano.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí. Solo... necesitaba aire —respondió ella, deteniéndose frente a él.

—Ven. La biblioteca está cerrada con llave, pero conozco otra sala. Más antigua. Nadie la usa.

Sin pensarlo, Isabella lo siguió. Cruzaron un pasillo escondido tras un tapiz y descendieron por unas escaleras angostas de piedra. Llegaron a una sala cubierta de polvo y madera vieja. Había un piano al fondo, una chimenea apagada, y cientos de libros cubiertos por sábanas. Dante encendió una lámpara de aceite y la atmósfera se volvió íntima, irreal, casi mágica.

—Mi abuelo la usaba para esconderse —explicó él—. Aquí no entran los escoltas ni los secretos de mi padre.

Isabella caminó por la sala, deslizando los dedos por los lomos de los libros. Sintió una extraña paz. Luego, se sentó en un sillón de cuero antiguo, y Dante, tras dudar un momento, se sentó frente a ella.

El silencio entre ellos era distinto esa noche. No tenso. No forzado. Solo cargado de algo que no necesitaba explicación.

—¿Por qué me trajiste aquí? —preguntó ella suavemente.

—Porque estoy cansado de fingir que no me importas —confesó él, con voz grave—. Y porque en esta tormenta... es más fácil dejar de mentirme.

Isabella sintió que su pecho se apretaba. No respondió. Solo lo miró.

Dante se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

—Cuando eras una niña, me ayudaste a escapar de unos hombres. Me escondiste en una bodega y compartiste tu chocolate conmigo. Yo no sabía quién eras. Solo recuerdo tus ojos. Años después, cuando supe que eras tú… supe que nunca podría odiarte.

Isabella sonrió con nostalgia.

—Yo también lo recordé. Por eso te perdoné. No fue fácil… pero te reconocí.

Un relámpago iluminó la sala. Los ojos de Dante brillaban. No por la tormenta, sino por algo más profundo. Se levantó lentamente y caminó hacia el piano. Tocó una nota suave. Luego otra. Una melodía melancólica empezó a brotar de sus manos.

Isabella lo observó. Cada tecla era una confesión. Cada pausa, un silencio entre latidos. Se levantó y caminó hacia él, deteniéndose a su lado.

—No sé qué somos —susurró ella—. Pero esta noche... no quiero pensar en eso.

Dante dejó de tocar. Giró el rostro. Estaban muy cerca.

—¿Entonces qué quieres?

Ella lo miró a los ojos, sin miedo.

—Quiero tregua. Solo por esta noche. Quiero sentir que no estamos atrapados.

Él levantó la mano, despacio, y la posó sobre la suya. No fue un beso. No fue un abrazo. Fue un instante suspendido entre la guerra y el deseo. Una tregua frágil, intensa… y fugaz.

Cuando el generador volvió a encender las luces, se separaron sin decir palabra. Volvieron al mundo real. A sus muros. A sus máscaras.

Pero algo había cambiado. Por dentro, la distancia ya no era la misma.

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