Desde que la tregua silenciosa entre Isabella y Dante se selló aquella noche de tormenta, la rutina en la mansión parecía menos asfixiante. Pero la calma era solo superficial. Debajo de cada palabra cordial, de cada roce evitado, latía una tensión que ninguno sabía cómo manejar.
Era viernes, día de reunión del consejo del clan Di Lazzaro. Isabella no estaba invitada oficialmente, pero en calidad de esposa de Dante —y heredera del clan Borgia—, su presencia era inevitable. Aquel día, los altos mandos se reunieron en el salón de mármol negro, alrededor de una mesa ovalada con sillas talladas en ébano. El ambiente era sombrío y la tensión era palpable en el aire.
Dante ocupaba el asiento central, como líder de facto. Isabella se sentó a su derecha. No le dirigió la palabra desde que entraron, pero su mirada vigilante lo decía todo: estaba ahí por ella. Y eso, para los viejos del clan, era un mensaje claro.
—Necesitamos reforzar la alianza con los Nakamura. El tráfico en los puertos de