La mansión en Sicilia había amanecido silenciosa.
Demasiado silenciosa.Las sombras se proyectaban largas sobre el mármol blanco. El viento mecía los rosales con una suavidad engañosa, como si el aire aún no supiera lo que iba a ocurrir. Lara se asomó por la ventana de la biblioteca con una taza de té en las manos temblorosas. Ya no era la misma joven ingenua que llegó allí por mandato, ni la mujer rota que Dante dejó atrás.Era otra.Algo había despertado en ella.Las lecciones con Salvatore, el viejo mayordomo que alguna vez sirvió al abuelo de Dante, se habían vuelto constantes. A escondidas, entre susurros, él le enseñaba a leer los movimientos de los guardias, a usar cerraduras antiguas, a manipular la seguridad de los sistemas internos sin dejar rastros.—Tu poder no es la fuerza —le había dicho una noche, mientras ella leía un libro de estrategia militar—. Es la subestimación. Eres la reina silenciosa en un tablero de reye