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Capítulo 2: El niño de los ojos grises

Villach, Austria — 1 año después del secuestro

La nieve había vuelto a caer esa mañana. Me desperté por el crujido de las pisadas sobre la grava. La mansión Di Lazzaro siempre olía a madera quemada, a cuero y secretos. Hacía meses que no salía de los jardines internos. Mi mundo se había reducido a una rutina triste, fría, estructurada y sin alma.

Fue entonces que volví a verlo.

Estaba entrenando con uno de los hombres del clan. Movía los brazos con fuerza, pero con un control quirúrgico. Golpeaba sin sudar. Observaba cada movimiento con ojos grises como el plomo, era simplemente impecable tanto que me dió cierta satisfacción verlo.

Dante Di Lazzaro.

El heredero. El hijo del jefe. El futuro de la familia.

El mismo chico al que yo había escondido entre los bancos de la iglesia meses antes, sin saber que estaba sellando mi destino.

Ahora era otro. Más alto, más frío, más letal. Su rostro era el mismo… pero su expresión había cambiado. Era como si hubiese tallado el dolor en piedra.

Me vio. Solo un instante. Y bajó la mirada.

No dijo nada. No sonrió. No se acercó.

Aunque, curiosamente percibí cierta pena en él. Una pena que venía dirigida hacia mí. ¿porque?, no lo sé...

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Esa noche, en la biblioteca, lo encontré otra vez. Estaba solo y leyendo en voz alta , en un perfecto y fluido francés. Creo que lo estaba practicando. Me acerqué. Lentamente. Tal vez por desafío. Tal vez por necesidad. No sé con exactitud porque lo hice, solo actúe.

—Tú eras ese chico… ¿verdad? El herido en la iglesia.

Silencio.

—Me mentiste esta mañana.

Cerró el libro con calma. Sus dedos eran largos, firmes. Sus ojos no tenían edad.

—No fue una mentira. Solo... elegí no responder. Omitir no es mentir.

Su voz era grave. Seria. Cada palabra caía como plomo líquido.

—¿Por qué estoy aquí?

—Porque tu sangre vale más que la de muchos reyes —dijo sin mirarme—. Porque la guerra necesita sacrificios. Y tú… ya fuiste elegida.

Me senté frente a él.

—Yo te salvé.

—Y yo no lo olvidé —respondió. Por primera vez, sus ojos se ablandaron.

Un silencio denso llenó la habitación. Y entonces, casi como una confesión, murmuró:

—La noche que me ayudaste… pensé que eras un ángel. Luego descubrí tu apellido.

—Y yo descubrí el tuyo —dije, mirándolo fijo.

—Somos enemigos desde antes de nacer —susurró—. Pero nos encontramos demasiado pronto.

Hubo algo roto en su voz. Algo que no encajaba con su apariencia arrogante.

En ese instante entendí algo: Dante no era un verdugo.

Era un prisionero de oro, igual que yo. Eso era aún más triste.

Estábamos atrapados en una guerra que ninguno de los dos eligió. Pero que debemos afrontar.

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Esa fue la primera noche en que lo soñé. Su rostro frío. Sus labios sin sonrisa. Y esos ojos que parecían mirar el alma sin tocarla. Y que extrañamente me parecían, no sé... Me atrapaba.

Soñé que volvíamos a la iglesia. Y Que él me llamaba por mi nombre. Que yo lo abrazaba. Y que el mundo se detenía. El tiempo se congelaba y de alguna manera todo lo que sentía era paz...

Pero cuando desperté, lo único que escuché fue el eco de una orden:

“Entrena con ella.”

La voz del padre de Dante resonó en los pasillos.

Dante por su parte, se negaba. Lo último que pude oir esa mañana, fue la voz autoritaria de su padre; quien le señalaba:

"Es una orden"

A partir del día siguiente, estaríamos juntos. Todas las mañanas. Obligados a conocernos.

A entrenar.

A hablarnos.

A fingir que no nos dolía.

Aprendimos a madurar juntos, a sobrellevar la situación sin dejarse vencer, a caer y nuevamente levantarse.

Crecimos.

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