Isabella se vestía con una calma meticulosa. Cada prenda, cada botón, era una decisión. No por vanidad, sino por dominio. En su mundo, la imagen era una armadura. Y esa mañana, necesitaba estar blindada.
Tenía una reunión con uno de los aliados de Dante: Marco Tersigni, un hombre frío, calculador, cuya fidelidad pendía de intereses más que de principios. A Isabella no le agradaba. Pero eso no importaba. Iba a enfrentarlo igual.
La reunión fue en el salón azul, ese espacio destinado a los tratos más delicados. Ella llegó antes. Esperó de pie, con las manos cruzadas detrás de la espalda. Como un soldado. Como una reina.
—Señora Isabella —saludó Marco al entrar, con una sonrisa educada y venenosa.
—Marco —respondió ella, sin moverse—. Asumo que ya leíste el informe.
Él asintió, sentándose sin que se lo ofrecieran.
—Lo leí, sí. Y también leí entre líneas… Usted quiere cortar cabezas.
—No, Marco. Yo quiero que el cuerpo funcione. Pero si hay cáncer, se extirpa. No se negocia.
El hombre la