El amanecer llegó sin permiso. Como si la noche no hubiese sido suficiente para desarmar el silencio que quedó entre ellos. Isabella no bajó a desayunar. No hizo falta. El eco de su presencia se sentía en cada rincón de la mansión, como si el aire se adaptara a su nuevo ritmo.
Dante la observaba desde las cámaras, desde el reflejo en los ventanales, desde los informes que ahora llevaban su firma. La sentía cerca… y a la vez, inalcanzable. Había logrado lo que nadie más: imponer respeto sin gritar, mover piezas sin dejar huellas, entrar al juego sin perderse en la sangre.
Pero su presencia crecía como una sombra que ya no podía ignorar.
Esa mañana, Isabella convocó a los responsables del bloque sur. Una red vieja, corroída por la desconfianza, que durante años había operado con impunidad. Sabía que tocar esa estructura era tocar los cimientos de la familia. Lo sabía… y aún así, lo hizo.
Sin titubear y con la mano firme abrió su boca lentamente, con palabras que cortaron el silencio ex