La ciudad seguía durmiendo bajo su propio veneno.
Los callejones oscuros, las luces tenues, el eco de sirenas lejanas: todo parecía normal. Pero bajo la superficie, el juego había comenzado.
Y ya había sangre en el tablero.
Francesca conducía por una ruta alterna, con las ventanas oscuras y los vidrios antibalas sellados. En el asiento trasero, Elías repasaba los expedientes filtrados por los contactos de Isabella: movimientos bancarios, empresas fantasma, rutas de escape. Todos conducían a una sola figura.
Claudia.
—Encontramos una transferencia reciente a un hospital en Suiza —dijo Elías—. Una unidad psiquiátrica privada. Registrada bajo el nombre de una tal “Madame R”.
Francesca alzó una ceja.
—¿Podría ser su madre?
—O su sombra —respondió él.
De pronto, el auto se detuvo.
Demasiado brusco.
Francesca levantó el seguro del arma.
—¿Qué pasa?
El conductor no respondió.
Solo entonces notaron la barricada improvisada frente a ellos. Dos motocicletas atravesadas. Un contenedor de basura