Michel Mathieu, heredero de una línea controvertida y hombre de ambición fría, comete lo irreparable en un acceso de venganza largamente premeditado: elimina uno a uno a todos los miembros de la familia de su rival, en una operación tan metódica como sangrienta. Este baño de violencia, que justifica por años de humillación, traición y conflictos de herencia, deja tras de sí un silencio glacial. Todos han perecido... todos, excepto uno. La mujer del heredero, joven esposa ajena a las antiguas disputas, testigo a pesar de sí misma del colapso de un imperio. Michel había planeado abatirla también. Pero cuando sus miradas se cruzan, algo cede en él. Un desasosiego. Un vértigo. El golpe no se dispara. En el caos que él mismo ha orquestado, Michel se enamora. De ella. De su fragilidad, de su fuerza contenida, de lo que representa: un mundo que nunca ha tenido. Ella se convierte en la excepción, la sombra viva en un cuadro de muertos. ¿Pero se puede amar a alguien a quien se debería haber matado? ¿Se puede sobrevivir a un amor nacido de una masacre?
Leer másEstá lloviendo.
Una lluvia lenta, persistente, que se infiltra por todas partes, en la tierra, en las tejas, en los huesos. No es una tormenta espectacular, no. Solo este tipo de lluvia sorda, anclada en el cielo como un dolor sin fin. La que acompaña los malos recuerdos y las decisiones sin retorno. La que, si la escuchas el tiempo suficiente, termina pareciendo un murmullo. Un juicio. Una absolución.Fijo la ventana empañada frente a mí. Una gota resbala, trazando un surco en el cristal. Se parece a una lágrima.
Hace mucho tiempo que no lloro. Demasiado tiempo.Estoy en esta casa como en un sepulcro abierto. Una casa que conozco de memoria o más bien que conocí. Cada habitación, cada rincón me es familiar. Pero esta noche, todo es diferente. Ya no hay calor aquí. No hay voces. No hay luz más que la de los relámpagos lejanos, como si el cielo mismo se negase a iluminar lo que he hecho.
Están muertos. Todos.
O casi todos.El plan era claro. Puro. Una venganza fría, milimétrica, como se firma un testamento al revés. Pasé meses pensando en ello, afinándolo, repitiéndolo en mi cabeza hasta que se volvió tan natural como respirar.
Primero, el patriarca. Mi padre. Un monstruo en traje de tres piezas.
Había envejecido. Ya no era el titán que temía de niño. Estaba allí, sentado en su sillón de cuero, un vaso en la mano, los ojos en un expediente que nunca terminaría de leer. Entré sin hacer ruido. Vertí el polvo en su vaso — un veneno lento, discreto, sin dolor aparente. Ni siquiera levantó la vista hacia mí. Bebió. Luego se desplomó. Como una marioneta a la que le han cortado los hilos. Miré su cuerpo extenderse sobre la moqueta, los brazos torcidos, la boca abierta. No sentí nada. Solo una extraña paz. Como si recuperara el aire.La madre, luego. Siempre erguida, siempre impecable. Siempre ausente, incluso cuando estaba allí.
Me vio entrar en su habitación. Dejó su libro lentamente, como si lo hubiera adivinado. Como si me estuviera esperando. — No vales más que él, dijo. No respondí. Me acerqué. El cojín de terciopelo estaba al alcance de la mano. Esperé un instante. Un segundo de eternidad. Luego lo presioné contra su rostro. Se debatió, débilmente. Un grito ahogado. Una mano extendida. Y luego, nada. Siempre había sido silenciosa. Murió como vivió.Los dos hermanos.
Perros guardianes, sin grandeza, ruidosos, idiotas, llenos de sí mismos. Estaban en el garaje. Se reían. Apostaban en una carrera de coches. Llegué por detrás de ellos. El primero no tuvo tiempo de comprender. Un golpe de barra metálica en la nuca. Se desplomó, de golpe. El segundo gritó, intentó huir. Corrí. Lo inmovilicé en el suelo. Lo miré a los ojos. — Nunca me has visto, ¿verdad? Nunca me has tomado en serio. Gemía. Golpeé. De nuevo. De nuevo. Hasta que su rostro no fue más que una máscara deformada. Sangre por todas partes. Sobre mí. Sobre el hormigón. Sobre mis botas.Y finalmente, él.
El elegido. El heredero. El hijo perfecto. Aquel que mi padre presentaba con orgullo, que mi madre cubría de miradas tiernas. Aquel a quien los demás seguían. Aquel con quien siempre me comparaban, siempre a mi desventaja. Estaba en su oficina. Escribía. Entré sin llamar. Se dio la vuelta. Sonrió. — Michel? Le apunté. Levantó las manos, calmadamente. — ¿Qué estás haciendo? No respondí. Me acerqué. Puse el cañón en su frente. Entendió. Dejó de sonreír. — Me matas, y después, ¿qué? ¿Crees que eso borrará... Lo maté. Una bala. Una sola. En la sien. Cayó en silencio, el rostro despojado de toda superioridad.Pensé que todo terminaría después de él.
Pensé que habría terminado de arder. Pero no.Quedaba ella.
Nunca debió estar allí. No esta noche. No ahora.
Y sin embargo, aparece. Como un error en el guion. Como un aliento vivo en un teatro de cenizas.La veo al final del pasillo. Silenciosa. Inmóvil.
Un vestido pálido que se adhiere a su piel, el cabello empapado, los rasgos borrosos debido a la luz temblorosa. Y sus ojos. Sus ojos.Sin miedo. Sin huida. Solo esa mirada directa, clavada en la mía. Como una mano invisible posada en mi garganta. Ella aún no comprende. O tal vez sí. Tal vez entiende demasiado bien. Tal vez me ha visto mucho antes de esta noche, en las grietas de su familia perfecta.
Levanto mi arma. Es un gesto mecánico, un instinto.
Ella es un testigo. Un riesgo. Un final lógico.Y sin embargo... no aprieto el gatillo.
— ¿Por qué no lo haces? murmura.
Su voz me atraviesa. No como un golpe. Como una verdad.
No tiembla. No retrocede. No me suplica. Me mira como si fuera transparente. Como si viera detrás de las paredes. Detrás de los años. Detrás del monstruo en que me he convertido.
Siento el arma pesar en mi mano. Casi me quema.
No es a ella a quien estoy apuntando. Soy yo.Es hermosa. De una belleza silenciosa, dolorosa. El tipo de belleza que no se ve de inmediato. Que se siente. Que se respira. Una falla elegante en un mundo demasiado liso. Se mantiene erguida, orgullosa, incluso ahora. Incluso frente a mí. Y eso me estremece. Vacilo.
No es el miedo lo que me detiene. No es la moral.
Es peor que eso.Es deseo.
Un deseo repentino. Brutal. Inadmisible.
La quiero. No para poseerla. No para castigarla. La quiero como una redención. Como una última oportunidad.Ella es el último aliento de este universo que he destruido.
Y en este silencio absoluto que he impuesto a todos, es la única voz que aún quiero escuchar.Ella es la última.
Y ahora, es mía. Incluso si no la merezco. Incluso si nunca me perdonará. Incluso si debo vivir con ella... o morir por ella.El padre de David Hay momentos que preceden a una tragedia donde todo parece congelarse. Como si el tiempo contuviera la respiración. Esa noche, era uno de esos momentos. Lo vi entrar, mi hijo. David. La mirada tensa, la mandíbula apretada. Llevaba puesto ese traje negro que le quedaba demasiado grande. Ese que se ponía cuando quería convencerse de que era un hombre, de que podía enfrentarse a todo, incluso a mí. Pero esa noche, ya no estaba jugando. Venía en busca de la verdad. Me miró como si ya no fuera su padre. Como si me hubiera convertido en un extraño. Un monstruo. Quizás lo era. Quizás siempre lo había sido, y nunca supe amarlo de otra manera que a través del prisma del miedo y del poder. — Sabías, ¿verdad? —me lanzó sin rodeos. Estuve a punto de mentir. Estuve a punto de actuar, esa actuación que conocía de memoria. Pero ya no había lugar para eso. Su mirada me arrancaba toda ilusión. — ¿De qué hablas, David? Sacó una hoja de su chaqueta y la arrojó sobre la
Michel La puerta de entrada se cierra de golpe tras de mí. No chirría. Se estampa. Como un cuchillo. El silencio me recibe. Denso. Fétido. Más familiar de lo que quisiera admitir. El tipo de silencio que se adhiere a la piel, que se infiltra entre los huesos. Ese que se reconoce por el olor: miedo rancio, sudor frío, fin inminente. Mis hombres se dispersan, como una manada bien adiestrada. Ninguna palabra. Ni un intercambio. Conocen la partitura. Uno toma las escaleras, arma en alto. Otro revisa las habitaciones con lupa, mirada alerta, dedo en el gatillo. Dos se quedan detrás de mí. Estatuas armadas. No necesitan órdenes. Están ahí para que no tenga que mirar atrás. Yo camino. Recto. Lentitud calculada. Sin titubeos. Sin temblores. La máscara está en su lugar. No soy yo quien entra en esta casa. Ya no soy Michel. Es el nombre que susurran en la noche. La reputación que se pronuncia sin cruzar miradas. Aquí, esta noche, es la deuda la que llama a la puerta. El parquet cruj
Michel No sé cuánto tiempo estuve allí, de rodillas. Quizás una hora. Quizás toda una vida. El suelo es duro, la moqueta empapada de una sangre que ya no está caliente desde hace tiempo. Se ha coagulado alrededor de mis rodillas, pegajosa como una promesa rota. No hay más lágrimas. No más gritos. Solo un vacío. Un agujero negro que palpita, en algún lugar bajo mis costillas. Late a mi ritmo. Me roe. Me mantiene despierto. Y es entonces cuando vuelve. El sabor del metal. El olor de viejas paredes. El silencio demasiado pesado, demasiado denso. Luego los pasos en la escalera. Demasiado pesados. Demasiado apresurados. No son los de mi padre. Ni los de mi madre. No. Otro tipo de andar. Otra presencia. Una sombra que no debería estar allí. Y esa voz. — Quédate ahí, Michel. No te muevas. Mamá me había escondido en el armario de las escobas. Un pequeño espacio atrapado entre dos estanterías inestables, detrás de una cortina amarillenta por el tiempo. Estaba oscuro. Olía a polvo,
Michel (flashback)Hacía calor ese día. No una calor suave. Una calor pesada, pegajosa. Una losa de plomo suspendida sobre el campo. Las chicharras gritaban más fuerte que las voces. Incluso aquellas que deberían haber gritado.Tenía seis años. Sostenía un camión rojo en la mano. La otra mano, no recuerdo. Quizás sostenía la de mi madre. Quizás nada en absoluto. Lo que recuerdo es el sabor metálico en mi garganta. Un ruido sordo, después. Y su cuerpo cayendo.No sucedió como en las películas. Sin disputas teatrales. Sin gestos apresurados. Solo un silencio. Uno de esos silencios que preceden a la tormenta.David estaba allí. Tenía ocho. A menudo me miraba desde arriba, pero no de manera maliciosa. Más bien como se mira algo raro, que aún no tiene forma. No sabía que compartíamos sangre. No aún. No sabía que las sangres podían mezclarse, arrojadas al suelo como cubos de agua fría.Su padre era un coloso. Alto. Demasiado. Una voz de grava y una mirada de muro. Hablaba poco. Bebía mu
LuciaEl olor a sangre sigue ahí.Se adhiere a mis fosas nasales, a mi cabello, a mi piel. Una segunda piel. Una prisión. Me abraza como una amante venenosa, deslizándose por mis poros, insidiosa. Cada respiración es una quemadura. Cada latido del corazón, un recordatorio. Está ahí, en todas partes, como un testigo mudo. Un insulto. Un eco. Pero más que este olor, es él. Michel.De rodillas.La mirada perdida. El arma en la mano, como una extensión ridícula de su cobardía. Sus dedos están crispados sobre ella, pero parece que le pesa más que un cadáver. Quizás porque es la causa de ello. Quizás porque grita lo que se niega a admitir.Lo miro fijamente. Mi pecho se eleva a un ritmo frenético, no por miedo, no por dolor. Ya no hay lugar para eso. Solo la furia. Salvaje. Visceral. Una bestia de colmillos rojos que ruge en mis entrañas.— Levántate, Michel.Mi voz resuena. Como un látigo. Él se sobresalta. Pero no se mueve. Se queda paralizado. Patético. La sombra de un hombre. Un muñeco
Michel Está lloviendo. Una lluvia lenta, persistente, que se infiltra por todas partes, en la tierra, en las tejas, en los huesos. No es una tormenta espectacular, no. Solo este tipo de lluvia sorda, anclada en el cielo como un dolor sin fin. La que acompaña los malos recuerdos y las decisiones sin retorno. La que, si la escuchas el tiempo suficiente, termina pareciendo un murmullo. Un juicio. Una absolución. Fijo la ventana empañada frente a mí. Una gota resbala, trazando un surco en el cristal. Se parece a una lágrima. Hace mucho tiempo que no lloro. Demasiado tiempo. Estoy en esta casa como en un sepulcro abierto. Una casa que conozco de memoria o más bien que conocí. Cada habitación, cada rincón me es familiar. Pero esta noche, todo es diferente. Ya no hay calor aquí. No hay voces. No hay luz más que la de los relámpagos lejanos, como si el cielo mismo se negase a iluminar lo que he hecho. Están muertos. Todos. O casi todos. El plan era claro. Puro. Una venganza
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