No sé cuánto tiempo estuve allí, de rodillas. Quizás una hora. Quizás toda una vida. El suelo es duro, la moqueta empapada de una sangre que ya no está caliente desde hace tiempo. Se ha coagulado alrededor de mis rodillas, pegajosa como una promesa rota. No hay más lágrimas. No más gritos. Solo un vacío. Un agujero negro que palpita, en algún lugar bajo mis costillas. Late a mi ritmo. Me roe. Me mantiene despierto.
Y es entonces cuando vuelve.
El sabor del metal. El olor de viejas paredes. El silencio demasiado pesado, demasiado denso. Luego los pasos en la escalera. Demasiado pesados. Demasiado apresurados. No son los de mi padre. Ni los de mi madre. No. Otro tipo de andar. Otra presencia. Una sombra que no debería estar allí.
Y esa voz.
— Quédate ahí, Michel. No te muevas.
Mamá me había escondido en el armario de las escobas. Un pequeño espacio atrapado entre dos estanterías inestables, detrás de una cortina amarillenta por el tiempo. Estaba oscuro. Olía a polvo, a encierro, y a lejía. Tenía seis años. Mi pijama de Spiderman estaba manchado de chocolate y de culpa. Tenía miedo de volcar el cubo. Miedo a que me escucharan respirar. Miedo a traicionar, solo con temblar.
Pero no fue mi respiración la que escuché. Fue él.
Otro hombre. Una voz que no dejaba lugar. Que ocupaba todo el espacio, hasta robar el aire. El padre de David.
Ese día, entendí lo que era el poder. El verdadero. El que entra en una habitación y la vacía de todo oxígeno. El que impone su ley, incluso a las paredes.
— ¿Dónde está tu hijo?
Lo dijo sin gritar. Casi suavemente. Como una pregunta retórica. Como si ya conociera la respuesta. Como si estuviera probando la dignidad de mi padre, por el placer de verlo fracasar.
Mi padre se rió. No por mucho tiempo. Una especie de mueca. Un espasmo de orgullo. Un reflejo de león herido.
— No está aquí. Y aunque lo estuviera, no tocas a mi hijo.
Lo dijo sin temblar. Se erguía, inmenso, mi padre. Aún llevaba su chaqueta de obrero, sus manos manchadas de aceite. Tenía ese olor a tabaco, a trabajo, a coraje ordinario. Me llevaba sobre sus hombros como si yo fuera un rey. Como si yo fuera todo.
Pero en los ojos del otro, mi padre no era nada.
Luego el silencio. Un silencio más cortante que un grito.
Y un ruido sordo. Como un saco de arena golpeando contra una pared. El primer golpe. Y después, nada tenía lógica. Los muebles giraron. Los objetos cayeron. El vidrio se rompió. Mi madre gritó. Mi padre… No. No gritó. Gruñía. Como un animal al que se le da muerte sin previo aviso.
Luego otro sonido.
Seco. Cortante. Definitivo.
Bang.
Creo que fue ahí cuando me orinó encima.
Cuando abrí los ojos, la luz pasaba entre las rendijas de la puerta. Un rayo delgado, afilado, como una hoja. Cortaba la sombra y caía directamente sobre el charco rojo que se arrastraba hacia mí. Lentamente. Como si la sangre misma intentara encontrarme. Para bautizarme.
Salí del armario temblando. Casi deslizándome sobre mis propias piernas. Tenía ganas de gritar, pero ningún sonido salía. Mi boca estaba pegada por el miedo.
Ahí estaba mi padre, en el suelo. Sus ojos abiertos. Fijos. Su pecho agujereado, su aliento arrancado.
Mi madre, acurrucada como una prenda tirada. Una silueta sin forma, sin voz. Y él. El padre de David. De pie, tranquilo. Como si acabara de saldar una cuenta. Secaba su arma con una servilleta. Una servilleta bordada que mi madre había recibido como regalo de boda.
Se volvió hacia mí. Y ahí, vi en sus ojos algo peor que la ira: la indiferencia. Me miró. No por mucho tiempo. Solo lo suficiente para reducirme a cenizas. Su mirada decía: No eres nada.
Luego se fue. Sin una palabra. Sin una mirada a mi madre que temblaba, sin un paso de más. Ni siquiera cerró la puerta.
Ese día, entendí. Mi padre era fuerte. Pero era pobre. Tenía el corazón, no el nombre. Tenía los puños, no el poder. Y en este mundo, aquellos que no tienen nombre pueden morir sin eco. Sin justicia. Sin memoria.
David no era mi hermano. Era mi medio hermano. El hijo de ese hombre. De aquel que tomó lo que quiso. Incluso a mi madre. Incluso mi lugar. Incluso mi voz.
Y tú, David… No sabías nada. Eras radiante. Brillabas como si nada pudiera apagarte. Eras el preferido, porque eras la sangre del otro. ¿Y yo? Yo era la mancha. El error. El niño del silencio. La sombra que se oculta en un armario.
Me hablabas como si yo fuera tu hermano. Como si tuviera derecho a compartir tu luz. Pero lo que no sabías, es que yo vivía en la sombra de tu esplendor. En la casa de mi duelo. Y cada risa que lanzabas resonaba contra las paredes como una bofetada.
Nunca viste a ese niño en el armario. Nunca lo escuchaste, porque no hacía ruido. Porque había entendido que callar era sobrevivir.
Y cuando tomé esa arma… No fue a ti a quien disparé. Fue a la injusticia. A la indiferencia. A esa voz que decía que no era nada. Disparé al vacío. A los silencios que enterramos vivos.
Pero no reparé nada.
Lucia tiene razón. Soy un cráter. Un agujero enorme. Una ausencia de todo. Ni siquiera mi odio logró devolverme a la vida.
Y ahora, ella se ha ido. Ella también. Ha huido del vacío. Ha huido de quien nunca supo convertirse en un hombre. Solo en un sobreviviente.
Estoy solo.
Y en este silencio, no oigo más que el tic-tac obsesivo de un reloj fantasma. Ese que nunca llevé, pero que escuché ese día, y que me recuerda que el tiempo sigue. Incluso para los muertos vivientes.