Lucia
Casi no había dormido. O al menos, nada que se le asemejara verdaderamente. Me había quedado allí, acostada, mirando el techo de una habitación ajena, en una casa erguida sobre las ruinas de la mentira. Las paredes exhalaban un olor tenaz a polvo, a humedad antigua y a silencio. Pero no un silencio apacible, no. Ese se infiltraba en los poros, cubría los pensamientos con un velo pesado y viscoso, hasta entumecerlos.
Conocía esos lugares. Demasiado bien. Llevaban la huella de las fugas apresuradas, de las ausencias interminables y de los secretos nunca lavados. No eran espacios concebidos para los vivos. Más bien para aquellos que fingían seguir siéndolo.
Y Michel.
Michel, ese espectro que pensaba haber enterrado. Michel, el veneno que había decidido borrar. Michel, el hombre que había amado tanto que había desaparecido.
Y sin embargo, a cada suspiro ahogado detrás de las paredes, a cada mirada que él esquivaba, sentía la misma falla que había dejado en mí. Ancha. Infec