Casi no había dormido. O al menos, nada que se le asemejara verdaderamente. Me había quedado allí, acostada, mirando el techo de una habitación ajena, en una casa erguida sobre las ruinas de la mentira. Las paredes exhalaban un olor tenaz a polvo, a humedad antigua y a silencio. Pero no un silencio apacible, no. Ese se infiltraba en los poros, cubría los pensamientos con un velo pesado y viscoso, hasta entumecerlos.
Conocía esos lugares. Demasiado bien. Llevaban la huella de las fugas apresuradas, de las ausencias interminables y de los secretos nunca lavados. No eran espacios concebidos para los vivos. Más bien para aquellos que fingían seguir siéndolo.
Y Michel.
Michel, ese espectro que pensaba haber enterrado. Michel, el veneno que había decidido borrar. Michel, el hombre que había amado tanto que había desaparecido.
Y sin embargo, a cada suspiro ahogado detrás de las paredes, a cada mirada que él esquivaba, sentía la misma falla que había dejado en mí. Ancha. Infectada. Viva.
Cuando la mañana se levantó, abrí la ventana. El aire marino azotó mi rostro. Traía consigo el olor salado de las olas, los gritos agudos de las gaviotas, y algo primitivo, enterrado, despertó en mí en un grito silencioso. No de miedo. Sino de rabia. Una rabia antigua, contenida, sedimentada. Como un grito que se había olvidado de estallar.
No tenía ningún deseo de volver a verlo. Y sin embargo sabía que me esperaba. Siempre había esperado. Como si aún se creyera con derecho. Como si el tiempo, al girar sobre sí mismo, le hubiera ofrecido la ilusión de un regreso posible.
Descendí descalza, con el cabello revuelto, la garganta áspera de amargura. No estaba lista. Pero ya no sentía la necesidad de estarlo.
Lo encontré allí. En la cocina. Pacífico. Metódico. Preparaba el café como lo haría un hombre que vuelve de un largo exilio, simulando normalidad. Llevaba esa camisa blanca, la que lucía los días en que quería convencer al mundo de que lo dominaba todo. Estaba arrugada. Como él.
— ¿Qué crees? ¿Que tu café será suficiente para hacer olvidar lo que me has infligido?
Él ni siquiera levantó la vista.
— No, respondió simplemente. Pero ayuda a ocupar las manos.
Una risa se me escapó. Una de esas risas secas, sin brillo, que nunca me había permitido en su presencia.
— Siempre tan cobarde. Asesino eficaz, jefe implacable, dador de órdenes… pero incapaz de afrontar la mirada de una mujer que has roto.
Vertió dos tazas. Me tendió una. La dejé suspendida en el aire. El olor del café me revolvía el estómago. Ese aroma no tenía nada de refugio. Aquí, solo era memoria.
— No he venido por tu café, Michel. He venido para recordarte. Incesantemente. Cada día. Cada noche. Lo que eres. Lo que me has hecho.
Finalmente, levantó la vista. Y lo que vi allí… no era ni miedo, ni ira. Era peor. Una fatiga sorda. Una culpa rugosa. Algo denso, pesado, que pesaba en su mirada como un naufragio.
— Entonces recuérdame, Lucia. Estoy listo.
No me esperaba eso. Quería verlo huir, debatirse, negar. Que volviera a ser lo que había sido: una bestia. Pero esa forma de abandono… me desestabilizó.
— ¿Te imaginas que te voy a perdonar? ¿Que mirarte sufrir será suficiente para satisfacerme?
Él encogió los hombros. Como si ya no tuviera fe en nada. Ni siquiera en su propia defensa.
— Creo que quieres entender. Y hacerme pagar. Puedo ofrecerte ambas cosas.
Me quedé atónita. Una parte de mí seguía gritando. Otra ya se hundía.
Luego solté:
— Entonces habla. Dime por qué. ¿Por qué David? ¿Por qué yo? ¿Por qué me abandonaste como si solo fuera un accidente?
Él volvió a bajar la vista. Sus dedos se enroscaron alrededor de la taza, hasta que sus nudillos se blanquearon.
— Porque eras lo único que no podía controlar.
El silencio cayó de golpe. Cortante. Irreparable.
Lo miré fijamente durante mucho tiempo. Y comprendí, en ese segundo suspendido, una verdad espantosa. Decía la verdad. Una verdad desnuda. Cruda. Incómoda. Tan cortante como un fragmento de vidrio en la garganta.
Y eso me quemó.
— ¿Crees que es noble, esta declaración? Una confesión no es una redención, Michel. Es solo una nueva forma de mantener el control.
Él asintió. Como si siempre lo hubiera sabido. Como si ni siquiera fuera digno de defender su causa.
Finalmente tomé la taza. La llevé a mis labios. Amarga. Como él. Como lo que nos habíamos convertido. El líquido me quemó el paladar. No retrocedí. Quería esa mordedura. Que dejara su huella.
— Muy bien, murmuré. Entonces vas a hablar. Todo. Sin falsedades. Y si, al final, considero que has sangrado lo suficiente… tal vez te perdone.
Él asintió lentamente. Como un hombre que acepta el veredicto.
— Puedes llevarte todo, Lucia. Pero permíteme mirarte. Nada más. Hasta el final.