Capítulo 7 – El Juicio

Michel

No hay justicia. 

Solo cuentas que rendir.

Siempre lo supe. Desde la primera bofetada, la primera mentira, el primer silencio. Este mundo no recompensa a los inocentes. Aplasta, humilla, vuelve a escupir. Pero a veces, ofrece una rendija, una brecha en la piedra. Una noche como esta. Una noche para hacer caer al arquitecto del mal.

Los observé desde el otro lado de la calle, camuflado en la sombra. El disparo había sido limpio. David cayó como se esperaba. Ni demasiado rápido, ni demasiado lento. Suficientemente para que tuviera tiempo de entender. Suficiente para que viera, en los ojos de su padre, lo que nunca se había dicho: la traición antigua, innombrable, que lo había alimentado como un veneno.

No se suponía que debía morir. No realmente. Pero ciertos sacrificios se vuelven inevitables. David había intentado abrir los ojos demasiado tarde. Era el último vínculo humano en esta línea de mentiras. Un hilo de oro en un tapiz de hollín.

Ahora, era un símbolo.

Detrás de mí, mis hombres esperaban. Seis siluetas rectas, silenciosas, tan afiladas como la hoja de un escalpelo. Conocía a cada uno de ellos por su cicatriz, su lealtad, su capacidad para silenciar un corazón en un segundo.

— Vamos, murmuré.

Una sola palabra era suficiente. Lo demás estaba escrito en nuestros gestos, en nuestros nervios tensos. No habíamos venido a negociar. Habíamos venido a cerrar una época.

Dimos la vuelta a la edificación. Una vieja villa congelada en el tiempo, como él. Arrogante, orgullosa, erguida como un mausoleo de orgullo. 

El primer guardia ni siquiera tuvo tiempo de sufrir. Un cuchillo en la garganta, limpio, preciso. El segundo tuvo una fracción de segundo para entender, justo antes de que su cráneo cediera bajo el impacto.

No hubo un grito. No hubo un error. Una sinfonía de muerte en sordina.

Cuando entramos, el mundo se suspendió.

La luz de la sala proyectaba reflejos amarillos sobre las paredes cubiertas de cuadros antiguos. La sangre de David había oscurecido en algunas partes, coagulada sobre la alfombra persa. Y él… él estaba allí. De rodillas. Inclinado sobre el cuerpo de su hijo como un padre en duelo. Como si aún tuviera derecho a amar. Le susurraba algo. Palabras demasiado tardías, lamentos demasiado desvaídos.

Cruzé el umbral.

No me vio de inmediato. Estaba en otro lugar, en esa bruma donde se busca el perdón. Luego levantó la vista. Y lo que vi… no era miedo. No aún. Era reconocimiento. La certeza. 

Sabía por qué estaba allí.

— Michel… susurró.

Mi garganta se apretó. Pero no dejé que se notara. No había lugar para la debilidad. No para él. Me había enseñado a nunca llorar. Esa noche le enseñé lo que realmente significaba el silencio.

Mis hombres se posicionaron alrededor. En círculo. Fríos. Impasibles. No lo veían como a un hombre. Solo como un objetivo. Un veredicto.

Me acerqué, mis botas aplastando los trozos de vidrio, las marcas rojas. El dolor me subía a las sienes. El odio, en cambio, fluía en mis venas como un fuego lento.

— No debió morir, balbuceó. Quería… quería protegerlo…

— ¿Como me protegiste a mí?

Mi voz era baja. Lenta. Cuchilla contra garganta.

— ¿Como hiciste de mí tu bastardo vergonzoso? ¿Tu esclavo silencioso? ¿Aquel que debía bajar la vista mientras tu verdadero hijo llevaba tu nombre?

Cerró los ojos. Última cobardía. Incluso ahora, huía.

— David entendió. Vio lo que eras. Lo que nos hiciste a los dos. 

Le robaste una vida. Me robaste una identidad. ¿Y aún te atreves a hablar de amor?

No esperaba respuestas. No había nada que salvar.

Levanté mi arma. Mis manos no temblaban.

— ¿Sabes qué es irónico? 

No es la bala la que te matará. Es lo que ves ahora. Lo que ya no puedes borrar. David murió con tu verdad en los labios. Y tú, vas a morir con tu mentira en el vientre.

Me miró, el rostro hundido, devastado. Más viejo. Más débil de lo que nunca lo había visto. Y, sin embargo, incluso allí, aún quería justificar.

— Michel… Era tu hermano…

— NO. Era tu hijo. Aquel que destruiste como a mí. Como a todos los demás.

No grité. 

Disparé.

Una bala. Solo una. 

No en la cabeza. No para borrarlo. 

En el corazón. Para que sintiera. Para que se llevara consigo cada latido que David nunca tuvo.

Cayó hacia atrás, los brazos extendidos. Como una ofrenda inútil.

El silencio volvió. Pesado. Sofocante. Un silencio que no se olvida. 

Mis hombres limpiaron la habitación. Recogieron las balas, apagaron las luces, cerraron las puertas del sepulcro.

Yo, me quedé.

Los miré. 

David y él. 

Dos cuerpos, dos historias. Uno nacido para amar, el otro para poseer.

Y supe. 

Esa noche, no había vengado. Había comenzado. 

Porque la justicia, la verdadera, nunca comienza con una muerte. 

Comienza con la memoria. 

Y no olvidaré nada.

Nunca.

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