La vida de Rebecca Morgan cambió por completo cuando su padre la vendió al hombre más rico de todo Buenos Aires, Edgardo Montenegro, empresario y líder de la mafia. Sin embargo, no todo resultó ser lo que parecía, y lo que empezó como un pago de deuda, se terminó transformando en amor y pasión; una de la que no podía escapar por más que quisiera.
Leer másRebecca nunca imaginó que su vida cambiaría de la noche a la mañana. Su padre, ahogado en deudas y desesperado, la había entregado como pago a Edgardo Montenegro, un hombre de mirada intensa y presencia imponente. Desde el primer momento en que la vió, él supo que la quería para sí, no como una simple adquisición, sino como una obsesión que lo consumía.
Al enterarse de tal noticia, Rebecca sintió una profunda tristeza, pero sobre todo, se encontraba decepcionada y humillada, sin entender como su padre pudo ser capaz de hacer algo como eso. Los primero días en la mansión Montenegro fueron tensos. Rebecca no hablaba mucho y se mantenía distante tratando de entender su nueva realidad; sin embargo, Edgardo no era un hombre de mucha paciencia. —No te escondas de mí, Rebecca. Tarde o temprano, aprenderás a convivir conmigo —le dijo una noche Edgardo, con su voz grave resonando en la habitación. Rebecca alzó el rostro, desafiante. —No soy un objeto que puedas poseer. —Edgardo sonrió de lado, como si sus palabras fueran un reto que estaba ansioso por aceptar. Jamás creyó que una chiquilla como ella lo hiciera sentir de esa manera, deseoso por encerrarlo en una maldita habitación donde nadie sería capaz de verla. No obstante, y lo que ninguno de los dos se imaginaba, era que esta convivencia forzada se convertiría en un juego de atracción, lujuria y sentimientos inesperados. Durante una discusión, Rebecca intentó buscar una salida, un plan que le permitiera poder huir de aquel lugar, pero cada intento se veía frustrado por la vigilancia de Edgardo; quien no estaba para nada contento con su último intento de escape. —¿Qué pretendes, Rebecca? —preguntó Edgardo, acorralandola contra la pared más cercana—. ¿Crees que estoy de humor para estos juegos? Rebecca lo observó con rabia, una gran parte de ella quería maldecirlo y golpearlo, pero la otra, muy mínima, tenía ganas de besarlo hasta hacerla perder la razón. Sin embargo, no iba a darle el gusto de tenerla así, humillada y deseosa de ser follada. —Claro que no, Edgardo, pero aunque no te guste, voy a conseguir mi libertad. —Edgardo la miró con rabia, pero eso sólo aumentó las ganas que tenía de follarla contra la pared. No obstante, se detuvo de hacer algo completamente impulsivo, debía pensar que esa mocosa solo era un pago de su estúpido padre, quien no dudó en vender a su hija como si de un maldito animal se tratase. —Eres mía ahora, Rebecca, así que vete olvidando de esa maldita libertad que tanto estás anhelando. Dicho eso, Edgardo la soltó y se dió la vuelta para irse, él sabía que si seguía ahí podía llegar a cometer una locura de la cual después terminaría arrepintiendose. Necesitaba con urgencia decirle a su mente que Rebecca solo era una parte de pago de una deuda, y debía usarla para seguir chantajeando a su padre para que le pagara cada maldito centavo que le prestó. Sin embargo, y por más estúpido que sonase, no podía evitar notar la belleza y atractivo de Rebecca. Ella era un ángel caído del cielo, que apareció solo para pertenecerle a él, pero sería una pelea difícil de llevar. Por más que Rebecca fuera la reencarnación de la mismísima Lilith, su motivo con él solo era parte de una venganza contra Luis Morgan. Y estaba completamente seguro de que cumpliría su palabra, porque se lo debía a ella cuando le prometió que le haría pagar al malnacido lo que había hecho. Cuando Edgardo se fue, Rebecca pudo soltar el suspiro que había estado conteniendo. Su corazón se encontraba latiendo con fuerza contra su pecho, como si quisiera salir. Su cabeza se encontraba trabajando a mil por hora tratando de entender qué fue esa reacción por parte de ambos, pero se hallaba reacia a ponerle un nombre a lo sucedido. Edgardo la tenía encerrada en esa mansión en contra de su voluntad, y realmente lo odiaba por eso. Sin embargo, quería buscar una excusa del actuar de su padre, por lo que estaba bastante segura de que él pudo haber pagado su deuda de otra forma, sin involucrarla a ella en esto. Golpeó con fuerza su mano, y gritó con rabia contenida mientras la frustración empezaba a asomarse. Giró sobre sus talones decidida a ir en busca de Edgardo, pero se detuvo abruptamente al notar lo que iba a hacer. 《¿Qué m****a estoy por hacer?》pensó pasándose una mano por la cara. ¿Ir con Edgardo? Debía ser una broma de muy mal gusto. Rápidamente dejó a Edgardo de lado y se dirigió a su habitación rápidamente, ignorando y esquivando a los sirvientes de la mansión. Ya en la tranquilidad de su cuarto puedo gritar y maldecir con gusto; se arrepentía por completo de no haberse ido con su hermano al extranjero, y de quedarse con el imbécil de su padre. Ahora se encontraba pagando sus desastres, aquellos que no debían ser de su incumbencia. De repente, sintió las lágrimas caer por sus ojos, se encontraba en un estado tan deplorable en un lugar que la hacía sentir miserable. A paso lento se dirigió a la cama, y se acostó para poder descansar, necesitaba tener todas sus fuerzas para enfrentar a Edgardo y recuperar su libertad. ♤♤♤♤♤ Edgardo llegó al bar tenso y furioso, sin poder sacarse la mirada altiva que Rebecca le había dado. Al entrar, notó como su gente lo esperaba al fondo del lugar con varias mujeres; no obstante, sólo una de ellas llamaba su atención. —¡Edgardo, mi amor! —exclamó Teresa, corriendo hacia él—. No sabes cuanto te he extrañado. Edgardo la observó con cautela, y le sonrió de lado tomándola de la cintura, atrayéndola a él. —Estoy seguro que sí, preciosa —dijo, en un leve susurro. —No vuelvas a abandonarme. Edgardo no respondió, simplemente besó sus labios y luego miró a sus hombres. —¿Sigue todo en orden? —preguntó sentándose, atrayendo a Teresa con él. —Lo está, Jefe, Santana aún no ha hecho nada —respondió Diego. —¿Y Morgan? —Ese viejo idiota anduvo llorando aquí hace unos días, al parecer se arrepiente de su última decisión, entregar a su hija. Edgardo sonrió, eso era lo que estaba buscando, lograr que Luis Morgan cayera en desesperación mientras que él disfrutaba de su pequeña hija. —Quiero estar al tanto de todo lo que hace ese imbécil, a donde va, con quién habla, y como despilfarra mi dinero. Lo quiero todo sobre él, hasta que no quede nada. —Y lo tendrás, hermano, yo me aseguraré de eso. —La voz grave de Gabriel resonó en todo el lugar—. Él pagará por todo. Gabriel Montenegro era el hermano mayor de Edgardo, y estuvo casado con Elena Morgan hace unos años. Debido a un suceso con Luis Morgan, Elena quedó en coma intentando proteger a su hermana; para Gabriel eso fue algo difícil de superar y perdonar. Por lo que motivó a su hermano en usar a Rebecca como un medio para un fin. La vigiló por varios meses, siguiéndola desde su casa hasta la escuela de arte en donde estudiaba. Se hizo amigo de los compañeros de Rebecca para poder saber todo sobre ella, hasta que un día Edgardo actuó. “Recuerda, él mismo te ofrecerá a Rebecca como pago, acéptala” fueron sus propias palabras, que aún lo hacían odiar con más fuerza a ese hombre. Gabriel seguía sin entender como alguien, a quien admiró en su momento, hiciera de todo con tal de destruir a sus hijas y salir impune. Sabía que quizás Elena se enojaría por esto, pero también sabía que ella hubiera hecho cualquier cosa con tal de sacar a Rebecca de las garras de su padre. —¿Hubo algún avance? —La voz de Edgardo sacó a Gabriel de sus pensamientos. —Poco y nada —respondió, dejándose caer frente a su hermano—. Debí matar al bastardo cuando tuve la oportunidad. —Nada hubiera cambiado, Gabriel, porque aún seguiríamos en la misma posición. —Por eso te dije que la tomaras, para que ella no pase por lo mismo que Elena. —¿Ella? —preguntó Teresa, mirando a Edgardo con enojo. —No te metas, Teresa —respondió Edgardo, sin quitar su mirada de su hermano. —Pero él…. —¡No te metas! —exclamó, empujándola de su regazo—. Sabes muy bien que odio cuando me pides explicaciones, así que solo dedícate a complacerme sin preguntar. Teresa apretó los puños con rabia, ella sabía muy bien la clase de relación que mantenía con Edgardo, pero aún así esperaba que él le pidiera ser más formal. Se levantó sintiendo humillación y odio, miró a Edgardo con las lágrimas acumulándose en sus ojos, y se dió la vuelta yéndose. Esto no se quedaría así para ella, y descubriría quién era la otra mujer que le estaba robando la atención de su hombre. En el momento que Teresa se fue, Gabriel no pudo contener la carcajada. —Mira en lo que te metiste, hermanito —murmuró con diversión—. ¿Aún espera formalizar la “relación” que tienen? —Ni me lo menciones, ya me tiene cansado con lo mismo. —Edgardo se pasó una mano por el rostro frustrado, maldiciendo el día en que se quedó con Teresa. —Yo te dije que esto pasaría, debiste dejarla cuando tuviste la oportunidad de hacerlo. —No me digas algo que ya sé, Gabriel. —Entonces ve encargándote de esto, porque no quiero ver lo que hará cuando se entere de la existencia de Rebecca. Edgardo soltó un suspiro, debía pensar en un plan cuanto antes para mantener el anonimato de Rebecca. Nadie, ni siquiera Teresa, debían saber de ella. ♤♤♤♤♤ Al llegar a la mansión, Edgardo caminó rápidamente hasta la habitación de Rebecca. Con cuidado abrió la puerta y entró, su pequeña obsesión yacía durmiendo en la cama como si de una princesa se tratase. Se movió lentamente entre la oscuridad del lugar hasta llegar a la silla que se encontraba en una esquina donde se sentó, observó a Rebecca por un buen rato, quiero grabar cada detalle de su rostro en su memoria. Gabriel tenía razón, debieron matar al bastardo de Luis Morgan cuando pudieron, pero ahora tenían una nueva oportunidad que no iba a desaprovechar. —No te preocupes, pequeña, pronto todos sabrán que eres mía y nadie volverá a lastimarte. —De manera rápida sacó su celular y mandó un mensaje, era hora de empezar a actuar. Esta noche, en la gran Ciudad de Buenos Aires, Edgardo Montenegro haría correr la sangre de todos sus enemigos hasta llegar a Luis Morgan.El reloj marcaba las tres de la madrugada cuando Teresa terminó de romper su copa contra la pared del hotel. El vidrio estalló en un eco metálico que no la alivió. Elías la observaba desde el sillón con los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa. —¿Querías caos? Ya lo tenemos, pero ahora se nos volvió en contra. Teresa giró hacia él como una fiera. —Yo no quería que salieran vivos. ¡El plan era claro! —Y fallaste, como fallamos los dos —le respondió con frialdad—. Ahora no podemos permitirnos ni una grieta más. Edgardo nos está cazando. Ella se dejó caer en la cama de espaldas, tapándose el rostro. —¿Qué propones? —Cortar las rutas de dinero, atacar desde adentro. Tenemos aliados dentro de sus empresas, lo debilitamos, y a ella… —Elías hizo una pausa, y sus ojos brillaron de odio—, la destruimos psicológicamente. Teresa no respondió enseguida, estaba demasiado agotada para discutir, pero no lo suficiente como para ceder. —Muy bien —dijo por fin—. Entonces, que empiec
El aire en la mansión Montenegro estaba enrarecido. Edgardo, de pie junto al ventanal, miraba el jardín con los puños apretados. Sus hombres se movían con rapidez, organizando rutas, vigilancias, reforzando medidas de seguridad. Había dado la orden de no dejar escapar a nadie. Pero en el fondo, su mente no estaba en la estrategia… sino en ella.Rebecca.Su nombre lo atormentaba como un susurro constante. Ahora que las piezas comenzaban a encajar, el arrepentimiento lo desbordaba.—Necesito verla —murmuró, más para sí mismo que para su segundo al mando, quien esperaba instrucciones.—Señor, tenemos una pista. Una cámara la captó cerca de la terminal de micros de Retiro. No parece estar huyendo… pero se está moviendo con cautela.Edgardo giró lentamente. Sus ojos oscuros eran puro acero.—Quiero que la encuentren, y avísenme cuando la tengan, quiero hablar con ella.En San Telmo, Rebecca reunía a los pocos aliados que aún
El silencio en la mansión era absoluto. Desde la partida de Rebecca, los empleados apenas se atrevían a hablar entre ellos. Edgardo permanecía encerrado en su oficina, sin comer, sin dormir, sosteniendo una copa de whisky con la mirada clavada en la nada. Había estado día tras día intentando dar con su paradero, pero mientras más creía que avanzaba, siempre terminaba regresando al principio de todo. El dolor lo carcomía más que cualquier otra herida del pasado. Y, por primera vez en mucho tiempo, no sabía cómo actuar. Rebecca supo cómo esconderse de él, y no la culpaba. Él mismo había ocasionado todo esto cuando decidió no creer en ella. Gabriel entró sin golpear. Su expresión era tensa, pero no desafiante. Cerró la puerta detrás de él y se sentó frente a su hermano. —Estás cometiendo un error —dijo sin rodeos, Edgardo no respondió—. Yo también vi las fotos —continuó Gabriel—. Y no me convencieron. ¿Desde cuándo crees en algo así sin verificar? ¿Desde cuándo eres tan fácil de ma
Habían pasado varios minutos desde que Hernán se fue, y aunque intentaron no pensar tanto en lo que les había confesado, les era imposible hacerlo. Evitaron ignorar el tema haciendo otras cosas, más cotidianas, pero la incertidumbre se había sembrado en ellos como una maldita garrapata de la cual no podías escapar por más que se quisiera. Elena y Gabriel decidieron que lo mejor era irse para procesar mejor la información. Cuando se fueron, Edgardo y Rebecca se quedaron en silencio, mirándose con demasiadas emociones en el ambiente. Ella quería hablar, decir cualquier cosa para sacarse todo lo que llevaba en su interior, pero nada salía de su boca y eso empezaba a frustrarla. Él, por otra parte, quería ir en busca de Teresa y arrancarle la cabeza del cuello. Había sido un idiota en dejar viva a esa maldita mujer, debió hacerle caso a Gabriel cuando le advirtió que Teresa no iba a quedarse de brazos cruzados por ese rechazo. Sin embargo, su estúpido orgullo le dijo que no pasarí
La mañana había dado paso a una tarde en la que el cielo de Buenos Aires se cubría de nubes bajas y pesadas. En una de las oficinas privadas del casino central, Edgardo revisaba papeles en compañía de Gabriel, su hermano, mientras la tensión no dicha flotaba entre ambos. Rebecca estaba en la mansión, pero su nombre no tardaría en colarse en la conversación. —¿Estás seguro de que Elias no representa un riesgo más allá del comercial? —preguntó Gabriel, con la voz baja, pero cargada de intención. Edgardo no contestó de manera inmediata. Se pasó una mano por el cabello, sin despegar la mirada de los documentos, aunque era evidente que no los estaba leyendo. —Es una serpiente elegante —dijo finalmente—. Pero aún no ha mostrado los colmillos, mientras juegue bajo mis reglas, no será problema. —¿Y Teresa? —añadió Gabriel—. Sabemos que estuvo cerca de él. Demasiado cerca. Edgardo lo miró con un destello frío en los ojos. —Ella no representa nada, Rebecca es la única que importa ah
La habitación estaba sumida en una penumbra cálida, iluminada apenas por el resplandor rojizo que se filtraba entre las cortinas pesadas del penthouse. El silencio reinaba, roto únicamente por la respiración agitada de dos cuerpos entrelazados entre sábanas revueltas.Elías estaba recostado contra el cabecero, con el torso desnudo cubierto de leves marcas. Teresa reposaba sobre su pecho, el cabello despeinado, los labios hinchados y el cuerpo cubierto apenas por la sábana. No hablaban. No podían. El deseo los había arrastrado como una ola sin control, y lo único que quedaba ahora era el eco del temblor compartido.—Esto no fue parte del plan —murmuró Teresa, sin levantar la cabeza.—No, pero fue inevitable —respondió Elías con una sonrisa torcida.Ella se apartó, lo bastante para mirarlo a los ojos. Su expresión era dura, contenida, casi dolida.—No me leas como a Rebecca, no soy un alma rota buscando redención.—No, tú eres peor —susurró Elías, arrastrando los dedos por su espalda—.
Último capítulo