Él permaneció allí, un instante de más, en la penumbra de esa habitación que apestaba a final.
Luego se dio la vuelta. Lentamente. Como si ya sintiera la quemadura de mi mirada. Una mirada que ya no tenía la fuerza para contener. Una mirada que gritaba mientras mi boca permanecía en silencio.No me movía. Me había quedado en un segundo plano, invisible, pero presente.
Había visto. Todo. David, el padre, la sentencia. Y él, Michel. El niño silencioso convertido en el hombre sin perdón.Se acercó, su arma siempre baja, pero su mirada… su mirada era otra forma de amenaza.
Sin una palabra. El silencio entre nosotros era denso, saturado de recuerdos no dichos, de deudas impagas.Lo odiaba.
Cada célula de mi cuerpo lo gritaba. Y, sin embargo, no huí.Quería que hablara.
Quería escucharlo decir lo que pensaba. Pero no tenía nada que ofrecer, excepto esa mirada calma, seca, tan vacía que se volvía afilada.Entonces abrí la boca. Lentamente. Con la respiración entrecortada, el corazón al borde de la asfixia.
— ¿Has terminado? lancé, con la voz afilada, ahogada por la ira.
Él no respondió. Por supuesto. Esperaba que me rompiera. Que me callara. Pero ya no era esa chica.
— ¿Quieres que te felicite? ¿Quieres una medalla, quizás? ¿Una maldita ovación por este pequeño teatro de venganza?
Sus hombres tenían los rasgos tensos. Algunos desviaban la mirada. Otros, no. Observaban, fascinados, tal vez incluso un poco incómodos.
Pero él… él permanecía impasible. Como si mis palabras resbalaran sobre una armadura demasiado vieja, demasiado familiar.— Eres un cobarde, Michel. ¿Crees que matar a un hombre de rodillas te hará algo más que un monstruo? No eres una justicia, eres una enfermedad.
Una mueca, mínima, apenas rozó la comisura de sus labios. No era una sonrisa. Era… desprecio.
Y eso me volvió loca.— ¡Responde, maldito! ¡Asume al menos!
Acabas de destruir lo que quedaba de esta maldita familia y ¿crees que tu silencio nos salvará? ¿Crees que te seguiré como una buena cosita dócil? — Ya no tienes familia, Lucia. replicó él, finalmente.Su voz. Fría. Afilada. Sin una pizca de emoción.
Me quedé paralizada. Una media segunda. Justo el tiempo necesario para que la rabia rompiera la barrera.
— Hijo de puta.
La palabra salió sin filtro. Golpeó el aire como una bofetada.
— ¿Qué quieres que diga? ¿Que te admiro? ¿Que te agradezco por haber abatido a tu propia sangre?
— No era mi sangre.Sus ojos se cruzaron con los míos. Ya no tenían nada de humano. Solo una negrura devoradora, total.
Pero yo estaba allí. Erguida. Viva. Furiosa.— Puedes negar lo que quieras. Tú, yo, David… Todos venimos del mismo pantano. Pero tú eres el único que se revuelca en él voluntariamente. Has hecho tu elección. Así que deja de hacer creer que era necesario.
Uno de sus hombres dio un paso adelante. Sentí la sombra de una culata caer.
Pero Michel levantó la mano. Una orden muda. Inatacable.— Ella viene con nosotros.
Ni siquiera me miró. No me hablaba. Me… decretaba. Como si no hubiera otra opción.
No era una petición. Ni siquiera era una decisión. Era una imposibilidad. No podía dejarme allí. No porque le importara. Sino porque lo atormentaba. Como un espectro que no lograba quemar.Lo seguí sin una palabra.
No por obediencia. Por desafío. Porque si entraba en ese coche, en ese nuevo territorio, no sería para someterme. Sería para entender. Para observarlo. Hacerlo dudar. Empujarlo hasta su último rincón.En el coche, la atmósfera era eléctrica.
Los motores ronroneaban en la noche, pero dentro, era un campo de ruinas contenidas. Él, sentado al frente, silencioso, con la mandíbula tensa. Yo, en la parte de atrás, la ira como un veneno en la garganta.No había terminado. Quería que escuchara. Que se ahogara a mi vez.
Me incliné ligeramente hacia adelante, lo justo para que escuchara cada palabra.
— ¿Crees que eres libre? ¿Que controlas todo, como antes? No, Michel. Solo has apagado la última cosa que podía salvarte.
Nada. Ni un estremecimiento.
— Me dejaste viva, sí. Pero no tienes idea de lo que eso significa. Crees que me has mantenido porque te necesitabas. Pero no es eso. La has cagado. Y estoy aquí para recordarlo.
No se dio la vuelta. Pero en el espejo, sus ojos aún se cruzaban con los míos.
Gélidos. Inmutables. Y, sin embargo, un milésima de segundo una fisura. Una cosa ínfima, que tal vez él mismo no había notado.— Puedes arrastrarme hasta el infierno, Michel. Puedes hacer de mí un testigo, un peso muerto, una prisionera.
Pero nunca, ¿me oyes?, nunca te perdonaré.Finalmente desvió la mirada.
Y fue la única victoria que obtuve esa noche.Quizás pensaba que me había llevado con él como una forma de apagar algo.
Pero se había equivocado. Porque en ese instante, no era él quien me había llevado. Era yo quien venía a buscar su verdad.Y no olvidaré nada, Michel.
Nada. Ni siquiera ese momento en que elegiste mantenerme viva. Porque tal vez esa sea la única debilidad que algún día sabré aprovechar.Y juro que llegará el día.
El día en que este fuego, que crees haber domado, se volverá contra ti.
Y ese día, Michel, no apartaré la mirada. Miraré. Y no tendré piedad.