Hacía calor ese día.
No una calor suave. Una calor pesada, pegajosa. Una losa de plomo suspendida sobre el campo. Las chicharras gritaban más fuerte que las voces. Incluso aquellas que deberían haber gritado.Tenía seis años.
Sostenía un camión rojo en la mano. La otra mano, no recuerdo. Quizás sostenía la de mi madre. Quizás nada en absoluto. Lo que recuerdo es el sabor metálico en mi garganta. Un ruido sordo, después. Y su cuerpo cayendo.No sucedió como en las películas. Sin disputas teatrales. Sin gestos apresurados. Solo un silencio. Uno de esos silencios que preceden a la tormenta.
David estaba allí. Tenía ocho. A menudo me miraba desde arriba, pero no de manera maliciosa. Más bien como se mira algo raro, que aún no tiene forma. No sabía que compartíamos sangre. No aún. No sabía que las sangres podían mezclarse, arrojadas al suelo como cubos de agua fría.
Su padre era un coloso. Alto. Demasiado. Una voz de grava y una mirada de muro. Hablaba poco. Bebía mucho. Mi padre, en cambio, era todo lo contrario: hablador, risueño, con los brazos siempre abiertos. Quizás demasiado abierto. Así fue como abrió los brazos a la mujer equivocada.
La suya.
No entendía, entonces. Por qué los adultos gritaban por la noche. Por qué mamá lloraba en el baño. Por qué mi padre a veces miraba a otro lado, cuando nos besaba. No había palabras para eso. Solo silencios, y esos silencios, yo los tragaba.
Luego hubo aquella tarde.
David y yo jugábamos con palos de madera, en el jardín. Luchábamos por diversión. Una risa nerviosa, casi dolorosa. Como si ya supiéramos que todo iba a volcarse.Y sucedió.
Un grito.
Uno solo. Un "¡No!" gutural, animal, lanzado desde la sala. Luego un ruido seco. Un estallido de vidrio. Y después… ese silencio. De nuevo.Me acerqué. David no. Se quedó paralizado. Recuerdo su rostro. Paralizado. Como esculpido en el miedo. O quizás en la ira. O en ambas. Sus ojos buscaban algo. Quizás justicia. Quizás un testigo.
Yo era ese testigo.
Entré. No debería haberlo hecho.
Mi padre estaba en el suelo.
Una estela roja dibujaba un sendero sobre el suelo de baldosas. Como si su corazón hubiera huido antes que él. Y el otro hombre… el padre de David… sostenía una lámpara rota. Un pie de lámpara. Temblaba. Pero sus ojos, no. Sus ojos estaban en una calma demencial.— Quería tomar lo que me pertenece, dijo.
Luego se volvió hacia mí.
Y dijo:— ¿Entiendes, chico? No merecía vivir. Era un ladrón.
Un ladrón.
De mujer. De atención. De amor.
¿Y yo? ¿Qué era yo? ¿El fruto del robo?Oí pasos detrás. Era mamá. Se quedó paralizada, una mano sobre la boca. David no se movió. Ni un músculo.
— No dirás nada, Michel. ¿De acuerdo? murmuró, agachado frente a mí.
Olía a sudor, odio, alcohol.
Me tocó el hombro. Retrocedí.— No dices nada. No quieres que tu madre tenga problemas, ¿verdad?
Esa fue la introducción.
El comienzo del silencio. El comienzo de la mentira.Se dijo que papá había caído. Un accidente. Una caída.
Mamá no dijo nada. Bajó la mirada. Dijo que sí. Y se quedó. Con él. Con ese asesino. El padre de David.¿Y yo?
Yo crecí al lado del chico que llevaba su sangre. Mi hermano, sin serlo realmente. Mi reflejo distorsionado. Mi maldición.David no sabía nada. No al principio. No antes de sus quince años. Investigó. Encontró el informe. Las fotos reales. Las fechas reales.
Y ese día, vino a verme. Me dijo:
— Él mató a tu padre. Y tú, no dijiste nada. Dejaste que ocurriera.
Y me escupió. Literalmente.
Me llamó cobarde.Tenía razón.
Pero ignoraba la otra verdad.
Aquella que mi madre me susurró una noche, entre dos copas, llorando:— También era tu padre, Michel. ¿Crees que no es por nada que te perdonó? Lo sabía. Pero no quería admitirlo. Así que borró el problema. Pero tú… te dejó. Eras su castigo viviente.
Me quedé de pie. Silencioso.
Sentí que algo se quebraba dentro de mí.David no era mi hermano.
No realmente. Era mi medio hermano. Y su padre… también era el mío.El asesino y el progenitor.
Entonces crecí con eso.
No era solo una ausencia. Era una presencia viciada. Una sombra. Un veneno. Algo indescriptible que pudría todo lo que miraba.¿Y David?
Se convirtió en lo que yo nunca podría ser: luminoso. Querido. Completo. Él lo tenía todo. Y yo, me había quedado con la mitad de un nombre. La mitad de un corazón.Así que sí. Disparé.
No porque él se riera. Sino porque me devolvía todo lo que nunca había sido.Y ahora, Lucia me odia.
Pero ella no sabe. No sabe nada de lo que es… …crecer con un cadáver por padre y un espejo por hermano.