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Capítulo 6 – El Hijo Roto  

El padre de David  

Hay momentos que preceden a una tragedia donde todo parece congelarse. Como si el tiempo contuviera la respiración. Esa noche, era uno de esos momentos.  

Lo vi entrar, mi hijo. David. La mirada tensa, la mandíbula apretada. Llevaba puesto ese traje negro que le quedaba demasiado grande. Ese que se ponía cuando quería convencerse de que era un hombre, de que podía enfrentarse a todo, incluso a mí.  

Pero esa noche, ya no estaba jugando. Venía en busca de la verdad.  

Me miró como si ya no fuera su padre. Como si me hubiera convertido en un extraño. Un monstruo. Quizás lo era. Quizás siempre lo había sido, y nunca supe amarlo de otra manera que a través del prisma del miedo y del poder.  

— Sabías, ¿verdad? —me lanzó sin rodeos.  

Estuve a punto de mentir. Estuve a punto de actuar, esa actuación que conocía de memoria. Pero ya no había lugar para eso. Su mirada me arrancaba toda ilusión.  

— ¿De qué hablas, David?  

Sacó una hoja de su chaqueta y la arrojó sobre la mesa. Un extracto. Un expediente. Una prueba.  

— Michel. Lo que vivió. Lo que le hiciste. Lo que dejaste que sucediera.  

Y ahí supe. Alguien le había hablado. No lo suficiente para contarlo todo, pero lo suficiente para que empezara a ensamblar las piezas. Demasiado tarde para desensamblarlas. Demasiado tarde para protegerlo.  

— No es tan simple —intenté, con la voz baja, casi suplicante.  

Pero él temblaba. De rabia, de dolor. Y yo, estaba congelado. Prisionero de mis cobardías.  

— Entonces explícame. Explícame por qué lo dejaste creer que eran hermanos. Por qué lo hiciste tu sombra. Tu sirviente. Por qué lo criaste en la mentira. Por qué le robaste su nombre.  

Sus ojos estaban húmedos. Y yo, seco. Vacío. Como siempre. Incluso frente a él, no podía llorar. Incluso sintiendo que lo perdía.  

Me levanté. Quise poner una mano en su hombro, decirle que a pesar de todo, seguía siendo mi hijo. Pero retrocedió, como si lo estuviera quemando.  

— Nunca has sido un padre —murmuró. — Solo un hombre que sabe destruir mejor que construir.  

Se dirigió hacia la puerta. Y sentí ese miedo antiguo, visceral. Ese de que se fuera para siempre. Ese de que diera la espalda a todo lo que fui y a todo lo que nunca supe ser.  

— David, espera… No entiendes…  

Se detuvo, la mano en la manija.  

Y ahí fue cuando todo cambió.  

Un ruido seco. Un cristal que estalla. Un soplo helado se coló en la habitación. Luego un destello. Rojo. Silencioso.  

El cuerpo de mi hijo vaciló. Lentamente. Como si dudara entre la vida y la muerte. Como si el universo le diera un segundo para aferrarse a mí. Un segundo que no supe aprovechar.  

Un pequeño punto rojo se dibujó en su camisa blanca. Luego otro. Y un charco. Demasiado rojo. Demasiado rápido.  

Cayó de rodillas. Sus ojos me buscaron, sin ira esta vez. Solo un vacío. Una incomprensión de un niño que es abandonado.  

— No… no, no… no esto…  

Grité en silencio. Quise correr. Mis piernas ya no respondían. Me había convertido en estatua, congelado en una pesadilla que merecía.  

Se derrumbó, cara contra el suelo, con los brazos caídos. Como una marioneta sin hilos. Como si nunca hubiese existido. Mi hijo. Mi última humanidad.  

Y yo no grité.  

No corrí.  

Me quedé allí, de pie. Porque no fue un accidente. No fue una casualidad.  

Fue un mensaje. Una sentencia. Una ejecución.  

Él era la pieza que ya no podía proteger. El peón sacrificado en un tablero del cual ya no tenía el control. Y la mirada de Michel, en algún lugar en la sombra, debía brillar con esa luz fría: la de los hombres que hemos roto y que hemos dejado reconstruirse solos. Peor que el odio: la justicia.  

Finalmente, me derrumbé. Me arrodillé junto a él. Su sangre se pegaba a mis rodillas, a mis manos. Aún respiraba. Un soplo. Débil. Entre cortado.  

Sus labios se movieron.  

— Papá… él lo sabía todo…  

Su voz no era más que un soplo. Un suspiro de un niño perdido. Luego sus ojos se apagaron. De golpe. Sin retorno. Y el silencio invadió la habitación.  

Tomé su cabeza contra mí. Como cuando era pequeño. Le murmuré palabras que ya no podía oír. Le pedí perdón, cientos de veces. Por todo. Por nada. Por existir.  

Me quedé allí mucho tiempo. Suficiente para que la sangre se secara. Suficiente para que la culpa se convirtiera en una segunda piel. Suficiente para entender que ese momento también me había matado a mí.  

No lloré.  

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