Corazón arrepentido

Corazón arrepentidoES

Mafia
Última actualización: 2025-07-22
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Resumen
Índice

Dante Fabbiani, el despiadado jefe de la mafia siciliana, asumió el poder después de la muerte de su padre. Su mundo es violento, implacable y gobernado por na ley que él mismo escribe. Cuando Francesco Mancini, su antiguo mentor y mano derecha de su padre, pone en peligro a toda la organización, Dante exige un pago que no puede ser medido en dinero. La deuda se salda con carne y sangre: Livia Mancini, la hija de Francesco, deberá casarse con Dante. Educada en un convento, ajena al mundo criminal, Livia es obligada a convertirse en la esposa de un hombre que encarna todo lo que le enseñaron a temer. Pero Dante no es solo un jefe temido... bajo su coraza de acero hay un hombre marcado por la pérdida, la venganza y un secreto que solo él conoce. Lo perdonará Livia después de conocer tal secreto.

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Capítulo 1

La prometida del Jefe

La capilla era pequeña, de piedra envejecida y vitrales rotos que dejaban entrar una luz pálida, casi sagrada. Olía a incienso viejo y a humedad. No había música. No había flores. No había felicidad.

Solo silencio.

Y miedo.

Livia mantenía las manos unidad frente a su vientre, apretándolas con fuerza. Su vestido blanco era sencillo, casi humilde, y caía sobre sus pies como una sábana de tela rígida. Las mangas le cubrían los brazos, pero no podía evitar temblar. No sabía si era por el frío del templo o por la figura oscura que se erguía a su lado.

Dante Fabbiani.

El hombre que, hasta hace apenas tres días se había enterado de que estaban comprometidos. Su padre, había ido hasta el convento con la terrible noticia. Si no es porque estaba cerca, Livia habría caído al piso, entre lágrimas le rogó a su padre que no permitiera esa locura. Ya conocía a Dante, sabía de su fama, frío como el hielo, despiadado y tan cerrado como una caja fuerte con una contraseña que nadie sabía.

Y ahora... su esposo.

El sacerdote carraspeó con incomodidad, aunque ya estaba acostumbrado a esa situación. Había visto pasar jovencitas más joven que Livia, obligadas a contraer matrimonios con hombres poderosos que le doblaban la edad y tamaño. Sabía que aquello no era un matrimonio por amor, aun así, se sorprendió de que Livia no llorara como las otras. Frente a Dios, dos almas se unían... aunque solo una de ellas parecía tener alma. 

—Livia Mancini —dijo el sacerdote, rompiendo el silencio como un cuchillo que corta carne viva—. ¿Aceptas a Dante Fabbiani como tu legítimo esposo?

Ella tragó saliva. Se le secó la garganta.

Los ojos de Dante se posaron sobre ella. Oscuros como la noche. Inalterables. Esperando.

—Y-yo... —balbuceó, sintiendo el temblor de sus rodillas amenazar con derrumbarla—. Sí... acepto.

Su voz fue un susurro que casi no se escuchó. Pero fue suficiente.

—Repite después de mí —ordenó el sacerdote—: Prometo amarte, respetarte y honrarte todos los días de mi vida...

Livia titubeó. Las palabras no le salían. Sintió que todos la observaban: los hombres de Dante al fondo de la capilla, su padre con la cabeza gacha, su madre que no dejaba de mirarla con aprehensión, y la mismísima oscuridad vestida de traje a su lado.

—P-prometo amarte... —repitió, torpemente, con la voz quebrada—, respetarte y ...honrarte todos los días... de mi vida...

El silencio volvió. El sacerdote giró hacia Dante.

—¿Aceptas a Livia como tu esposa?

Dante no dudó.

—Sí.

Fue una sola palabra, firme, como un disparo.

—Puedes besar a la novia.

Livia abrió los ojos con sorpresa, apenas un segundo antes de que Dante tomara su barbilla con firmeza. No con ternura, no con deseo. Sino con posesión. Su boca rozó la de ella, suave al principio, pero fría, sin emoción. Un beso de poder, no de amor. Un beso que sellaba un trato, no una unión sagrada. Y en ese instante, Livia supo que su vida ya no le pertenecía. 

Los pasos resonaban en el pasillo de la capilla. Livia avanzaba en silencio, rodeada por sombras. Aún sentía el calor seco de los labios de Dante sobre los suyos, aunque el beso había sido frío como un bloque de hielo. Él había desaparecido tras la ceremonia, sin decir una palabra más.

Una mano la tomó del brazo.

—Livia.

Reconoció esa voz al instante. Su madre.

Vestía de oscuro. En su rostro no había alegría. Solo una mezcla amarga de resignación y temor. Gissel no se contentó cuando su hija tomó la decisión de entrar a un convento, quería que su hija formara una familia, que se casara por amor, así como ella había tenido la suerte de encontrar al amor de su vida, aunque su familia la repudiara por haber quedado embarazada de ella antes de casarse.

Livia la miró buscando consuelo. No encontró ninguno.

—Mamá...

La mujer sujetó su rostro con ambas manos, firme, aunque con los ojos enrojecidos.

—Escúchame bien, Livia —dijo en voz baja, casi un susurro—. Lo que ha pasado hoy... es lo único que mantiene con vida a tu padre, a ti y a mí.

Livia sintió que algo se rompía dentro. Quiso hablar, hacerle preguntas a su madre, gritar tal vez. Pero no pudo. 

—No quiero que lo olvides —continuó su madre, clavando los ojos en los suyos—. Debes obedecerle. Debes comportarte. No lo desafíes, no lo provoques. Este matrimonio no es un cuento de hadas. Es un escudo, si fallas… ese escudo caerá. Y Dante no perdona.

Livia respiró hondo. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no las dejó caer. Sabía que su madre no lo haría. Y ella debía aprender a hacer lo mismo.

—¿Y si no puedo, mamá?

—Podrás. No tienes elección —respondió, con voz dura—Recuerda quien es él.

Gissel le acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja a su hija con ternura. Después, se marchó.

—Livia.

Ella se giró lentamente. Él estaba ahí, firme en el umbral de la puerta lateral de la capilla, con su traje negro impecable y la expresión impenetrable. Su mirada no dejaba lugar a duda: no estaba ahí para preguntarle si quería irse. Estaba ahí para llevársela.

—Tenemos que irnos —dijo tomándola de la mano.

—Tengo que ir por mis cosas.

Dante se detuvo, por un segundo. Giró la cabeza apenas lo suficiente para mirarla por encima del hombro, con una ceja alzada.

—No necesitas nada —dijo con frialdad. — En tu nuevo hogar tienes ropa nueva.

Livia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. Quiso replicar, pero recordó las palabras de su madre.

—Vamos —añadió Dante, sin suavizar el tono —No me gusta repetir las cosas.

Con un nudo en la garganta, bajó la cabeza y lo siguió.

Afuera, un coche negro los esperaba con las puertas abiertas. Y más allá de ese coche, la vida que Livia conocía, desaparecía sin remedio.

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