Diez años atrás, Thomas rompió el corazón de Cassandra sin decir una sola palabra. Se fue persiguiendo sus sueños, dejándola atrás con mil preguntas... y con una hija que él nunca llegó a conocer. Ahora, el destino lo trae de regreso al mismo lugar del que huyó, solo para descubrir que todo lo que dejó atrás sigue allí: más fuerte, más hermoso, y mucho más doloroso. Cassandra no es la misma mujer ingenua de antes. Es madre, es fuerte, y ha aprendido a sobrevivir con el corazón hecho pedazos. Pero cuando sus miradas se cruzan, las grietas comienzan a sangrar. El odio que ella dice sentir oculta un amor que jamás murió. Thomas quiere redimirse. Cassandra quiere protegerse. Y en medio de ellos, una niña inocente que solo quiere conocer a su padre. ¿Pueden los corazones rotos volver a latir al unísono, o algunas heridas son demasiado profundas para sanar? "Corazones de Cristal Roto" es una historia sobre segundas oportunidades, culpas que persiguen, y amores que, aunque intenten olvidarse, nunca dejan de arder.
Leer másEl aroma del café recién hecho siempre me pareció terapéutico. Como si por unos minutos pudiera olvidarme del pasado, de los errores, del hombre que me dejó sin siquiera mirar atrás. Mis dedos rodeaban la taza caliente mientras mi mirada se perdía por el ventanal, donde Emma, mi hija, jugaba con otras niñas bajo la tenue luz de la tarde.
Era un día cualquiera. Tranquilo. Casi… feliz. Hasta que escuché esa voz.
—¿Cassandra?
Dos sílabas. Bastaron dos míseras sílabas para que mi cuerpo se tensara y mi corazón se estrellara contra mis costillas.
No podía ser. No debía ser.
Me giré con lentitud, como quien destapa una herida vieja para comprobar si aún duele. Y sí, dolía. Como el infierno.
Ahí estaba. Thomas.
El mismo maldito rostro que aparecía en mis pesadillas y en mis fantasías con igual frecuencia. Ese mismo rostro que me juró amor eterno y desapareció sin un adiós.
Diez años. Diez jodidos años y él seguía tan imponente como lo recordaba. Tal vez más. El cabello algo más corto, la barba delineada, pero esos ojos… esos ojos seguían teniendo el poder de desnudarme con una sola mirada.
—No puedo creerlo… eres tú —dijo con una media sonrisa.
Yo no sonreí. Ni siquiera pestañeé.
—No. Soy tu mal karma con tacones.
Me observó como si no supiera si reír o disculparse. Se quedó en silencio, incómodo. Bien. Que lo estuviera.
—¿Cómo estás? —preguntó, como si me hubiera visto la semana pasada y no una década atrás.
—Genial. Me encanta que me recuerden los fantasmas del pasado justo cuando el café sabe mejor.
Thomas bajó la mirada, algo en su expresión se quebró. Lo bueno es que ya era tarde para ese tipo de remordimientos.
No le dije nada más. Me levanté con mi taza a medio tomar y salí de la cafetería con el corazón latiendo como un tambor de guerra.
Pero antes de cruzar la puerta, giré hacia la ventana. Su mirada ya no estaba en mí.
Estaba en Emma.
Y su expresión cambió.
Fue rápido. Un parpadeo. Un microinfarto emocional.
Una parte de mí quiso gritar. Otra solo quería correr.
Aceleré el paso y tomé la mano de mi hija. Thomas no se acercó, pero lo sentí detrás. Observando. Sospechando.
—¿Quién era ese hombre, mami? —preguntó Emma, con su vocecita suave.
—Nadie, cielo. Solo alguien que ya no importa.
Mentira.
Importaba demasiado.
El mundo debería tener un protocolo para estos momentos. Algo así como: “Atención, acaba de ver al amor de su vida después de diez años. Por favor, mantenga la compostura y no la cague.”
No funcionó.
La vi y todo mi cuerpo reaccionó como si alguien hubiera tocado un interruptor. Cassandra. Más hermosa. Más fuerte. Más jodidamente distante. Su voz tenía filo y sus ojos eran cuchillas.
Me lo merecía. Eso y más.
Pero lo que realmente me dejó sin aire fue la niña. Pequeña, de cabello castaño claro, ojos verde avellana. Un rostro que conocía demasiado bien… porque era el mío en versión miniatura.
Me quedé paralizado. Mi mente procesando una posibilidad que no me atrevía ni a pensar.
¿Era posible?
¿Podía haber sido tan imbécil… tan ciego?
Salí tras ellas, pero no me acerqué. Me quedé junto al poste de luz, observando cómo Cassandra la tomaba de la mano y se alejaba. Su cuerpo aún era tan familiar como el recuerdo de su piel en mis manos. Pero ahora caminaba con otra fuerza, como si hubiera aprendido a vivir sin mí. Peor aún… como si no me necesitara.
M****a.
Tenía una hija.
Y no lo supe.
Apenas cerré la puerta, solté el aire que llevaba conteniendo desde la cafetería.
—Ve a lavarte las manos, mi amor. Ya casi está lista la cena.
Emma obedeció, como siempre. Mi pequeña guerrera.
Yo, en cambio, caminé directo al armario del pasillo. Saqué la caja de recuerdos que juré no volver a abrir. Pero necesitaba hacerlo.
Dentro, entre papeles amarillentos y fotografías olvidadas, estaba aquella imagen. Thomas y yo en la feria local, con algodón de azúcar pegado en la nariz y risas sinceras en los labios. Era joven, tonta y creyente en finales felices.
Rompí a llorar.
Me abracé las rodillas en el suelo de madera. El recuerdo pesaba. La traición aún escocía. Y ahora… ahora, volvía con esa mirada. Como si no hubiera destruido todo.
Tardé diez años en reconstruirme. Diez años en enseñarle a mi hija que no todos los hombres se van. Diez años aprendiendo a no odiarlo… hasta que lo vi de nuevo.
Y el odio se disfrazó de deseo.
Aparqué frente a una casa que reconocí de una vieja dirección. La casa de los abuelos de Cassandra. La misma donde alguna vez pasamos tardes enteras besándonos como si el tiempo no existiera.
Y ahí estaban. Ella… y la niña. Emma.
Vi cómo entraban. Ella sostenía la mochila rosa de la pequeña con una mano y las llaves con la otra. Pero no era eso lo que me hizo tragar saliva.
Era la naturalidad del gesto. La rutina. La familiaridad.
Una madre y su hija.
Mi hija.
El corazón me martillaba el pecho. Mi respiración se volvió irregular.
La verdad empezaba a escupirme en la cara. Y lo peor… es que apenas era el comienzo.
"No confundas silencio con olvido. Algunos dolores solo aprenden a caminar en puntas de pie."
La nota no tenía remitente, pero sí perfume.Y no era el mío.“Él no es quien crees. Protégete.”Eso decía.Cuatro palabras clavadas como estacas en mi garganta.Las leí una, dos, siete veces, como si en algún momento fueran a cambiar de forma. Como si el papel fuera a confesarme quién las escribió, por qué, y sobre todo… por qué justo ahora.Me apoyé en el marco de la puerta, sin soltar el sobre.Las manos me temblaban.No por miedo. No.Por esa maldita sensación de déjà vu.
El café olía a canela y juicio.Cada vez que la puerta se abría, sentía que alguien nuevo venía a ver de cerca al monstruo de la historia, a la bruja que escondió una hija, a la amante del forastero, a la que ahora se atrevía a caminar con la frente en alto por las calles que la vieron llorar.Pero yo no lloraba hoy.No más.Me senté en la esquina más luminosa del café, la mesa que da justo a la ventana, como si el sol pudiera darme algo de coraje. O quemar la culpa que llevaba pegada a la piel desde hace siete años. La taza humeaba frente a mí, negra y fuerte. Me gustaba el café así: sin adornos, sin azúcar… como la verdad. Duele, pero despierta.La primera cucharada fue amarga. Y no por el café.—Mamá… ¿de verdad Thomas es mi papá?Emma me había lanzado esa bomba dos días atrás, mientras desayunábamos en pijamas, con el cereal flotando en leche tibia. No supe si era el azúcar o su mirada lo que me hizo doler el estómago. Le dije la verdad. La resumida. Y desde entonces, todo el pueb
El café de Carla siempre olía a canela y decisiones que una aún no sabe si arrepentirse o agradecer. Era una de esas tardes donde el cielo se encaprichaba en llorar, y yo también. Pero a diferencia de él, yo sabía fingir mejor.—Necesito hablar contigo —le dije apenas abrió la puerta. Ni siquiera esperé su respuesta. Entré como si los años no hubieran pasado, como si seguíamos teniendo veinte y creyendo que el mundo era domable.Carla me miró con esos ojos grandes y preocupados que solía clavarme cuando me enamoraba del chico equivocado. Excepto que esta vez, el chico no era un error. Era un huracán con nombre propio: Thomas.—¿Otra vez él? —murmuró, cruzando los brazos mientras yo dejaba el abrigo empapado en su sofá.—No es tan simple —suspiré, apretando los labios como quien se resiste a tragar veneno.—Nunca lo es contigo, Cass —rió sin humor—. ¿Quieres café o tequila?—¿Tenés ron?—Por vos, siempre.Me serví dos dedos largos en un vaso corto. El primer sorbo ardió como debía. El
El silencio de mi habitación es tan perfecto que da miedo. Solo respiro cuando escucho a Emma girar entre las sábanas, murmurando algo ininteligible en sueños. Su cabello enredado en la almohada, la calma en su expresión… y esa forma de abrazar a su osito viejo como si nada pudiera hacerle daño.Ojalá fuera así de fácil. Ojalá yo recordara cómo se siente dormir con el pecho liviano y la conciencia en paz.Me quedo mirándola como una cobarde. Como alguien que prefiere no cerrar los ojos porque sabe que el pasado está agazapado, esperando para saltar. Y lo hace. Cada noche.—Eres lo mejor que me pasó, Cass —susurra una voz vieja en mi memoria.La lluvia caía a cántaros, y yo estaba empapada, congelada y tan estúpidamente feliz que no me importaba. Thomas me había besado con esa urgencia que te parte en dos. Como si lo estuviera haciendo por última vez. Y yo… yo le creí cuando dijo que no iba a dejarme nunca.Mentiroso.Sacudo la cabeza, como si eso pudiera expulsarlo. No sirve. No ha ser
Entré sin tocar. Sin avisar. Sin pensar.Porque si pensaba, me detenía.Y si me detenía, me quebraba.La puerta del despacho temporal que Thomas había improvisado en el centro del pueblo se abrió de golpe, sacudiendo el aire viciado de café rancio y tinta de impresora. Él estaba de espaldas, concentrado en unos papeles, con las mangas arremangadas y ese maldito perfil que todavía sabía cómo hacerme olvidar que alguna vez lo odié.Se giró con lentitud, como si ya supiera que era yo.—Vaya. Buenas tardes a ti también —dijo, con ese tono bajo que siempre usaba cuando estaba a punto de provocarme o besarme. O ambas.Ignoré el sarcasmo. Ignoré el temblor leve de mis manos. Caminé hasta su escritorio como una tormenta.—¿Pediste la prueba de paternidad?El silencio que siguió fue la única confirmación que necesitaba.Me reí. Fue un sonido amargo, lleno de filo.—Claro que lo hiciste. No podías confiar en mí ni en algo tan obvio como ver tu reflejo en sus ojos.—No lo hice por eso —respondió
Último capítulo