Mundo ficciónIniciar sesiónEn una ciudad donde las luces se apagan por orden y el silencio es obediencia, Mile Laurent intenta empezar de nuevo lejos de su pequeño pueblo. Solo la acompaña su perro -Su pequeño lobito, su única familia- y una certeza: si nadie dice nada, todo seguirá igual. Su llegada a la capital la lanza al corazón de una red secreta que controla cada decisión, cada respiración, cada miedo. Y ahí, entre conspiraciones y verdades que duelen, conoce a Fran Devereux: un joven ingeniero de mirada verde y pasado roto que puede ser su salvación... o su caída. Juntos descubrirán que el miedo puede programarse, que el amor puede ser peligroso, y que incluso en medio del apagón, si dos almas deciden encenderse, nada puede detener la luz. Entre besos bajo la lluvia, secretos que pesan mas que la sangre y un método capaz de manipular la voluntad de todo un país, Mile y Fran aprenderán que amar también es un acto de resistencia. "No era el fin del mundo, Era el inicio de lo que por fin nos atrevimos a decir"
Leer másEntramos por puertas distintas, como habíamos ensayado con una sola mirada durante el camino. El galpón parecía, a primera vista, inofensivo: paquetes apilados con demasiado cuidado, herramientas limpias como si nadie las hubiera usado en meses, olor a aceite y madera húmeda. Un sitio que pretendía ser desordenado pero no sabía fingirlo bien. Las luces altas zumbaban como una advertencia.En el centro, había una mesa plegable con una carpeta abierta. Una trampa educada: tan visible que parecía una cortesía.—No toques nada —dije.—Lo digo yo siempre —respondió Mile, pero ya estaba mirando lo mismo que yo: las cámaras “falsas” en las esquinas… y una verdadera, diminuta, casi imperceptible, colgada del tirante central.Me moví sin hacer ruido y apagué el disyuntor. El galpón respiró en penumbra, como si por fin pudiera ser sincero. En ese segundo de silencio, lo escuchamos: pasos encajonados al fondo, suaves pero torpes, como alguien que ya no sabía caminar sin miedo. El perro gruñó con
El día siguiente nos regaló un sol limpio, de esos que parecen inventados para engañar: una luz nueva sobre un pueblo que todavía huele a tormenta. Las calles estaban húmedas y el aire cargaba esa mezcla de pan, tierra mojada y rumores que solo existe en lugares pequeños. Fran y yo salimos temprano; la tía insistió en que desayunáramos primero, como si el cuerpo necesitara estar entero para poder mirar de frente lo que estaba por venir.Fuimos al mercado a comprar pan, pero volvimos con lo que realmente importa en un pueblo: información. La gente habla, incluso cuando dice que no lo hace. Si uno sabe escuchar —y después de la ciudad, uno aprende—, las palabras son migas que llevan a una verdad más grande.Un vecino mencionó, casi casual, que Rocío había sido vista en la terminal de autobuses dos días después de la explosión. Llevaba un bolso grande y caminaba con prisa. ¿Huyendo? ¿Siguiendo órdenes? ¿O llevándose algo que no podía dejar atrás? El comentario quedó flotando entre Fran y
Esa noche, después de la sopa caliente y del ritual casi sagrado de que la tía apagara las luces del comedor mientras dejaba la radio muy baja —siempre esa emisora que parece transmitir desde otra década—, el silencio nos rodeó sin pedir permiso.La casa respiraba como si también necesitara descansar. El perro se acomodó junto a la heladera y empezó a roncar con ese sonido profundo que hacen solo los animales que se sienten seguros. Era como si supiera que nos debía ese espacio, como si hubiera acordado darnos un rato del mundo sin interrumpir.La lamparita del techo hacía un halo tímido sobre la mesa, un círculo de luz que parecía protegernos del resto de la noche. Mile estaba parada junto a la ventana, con los brazos cruzados y el ceño levemente fruncido. La lluvia se había detenido, pero el vidrio todavía mostraba gotas rezagadas, resbalando como ideas que no encuentran su final.—No quiero que lo que pasó nos convierta en otra cosa —dijo ella sin mirarme—. No quiero que el miedo d
El pueblo amaneció llorado. La lluvia acá cae distinto: como si pensara antes de tocar el suelo, como si cada gota dudara si vale la pena romper el silencio. El cielo estaba gris, pero no un gris triste; uno que parece decir “todavía estamos acá”. Me levanté con esa sensación de que el día iba a traer algo que ya venía buscándonos.Fran estaba en la cocina con mi tía, cortando pan como si supiera hacerlo desde siempre, como si hubiera nacido con esa habilidad doméstica que en realidad no tiene, pero que finge bien. La tía lo miraba con una mezcla de aprobación y lástima, como si lo adoptara sin pedirnos permiso. Yo lo observé desde la puerta sin que él me viera. La cicatriz en su antebrazo parecía una línea nueva en un mapa que todavía estamos aprendiendo a leer. Una ruta que lleva a un lugar que ninguno de los dos ha visto completo.—Hoy necesito ir al archivo municipal —dije, buscando mi abrigo—. Quiero ver si “Proyecto Madre” tocó otras vidas. Si fue una red o un accidente. Algo má
La hostería quedó atrás como un recuerdo que prefería no mirar demasiado de frente. Caminé sin apuro; quería que el pueblo me reconociera antes de que ella lo hiciera, como si necesitara permiso para volver a pisar estas calles. El pueblo se abre como un libro conocido que uno aprendió a leer tarde, con frases que antes parecían obvias y que ahora duelen por su simpleza. Tomé la calle de la escuela, después la de la plaza, y sentí que los ojos me traicionaban con humedad. No era nostalgia. Era algo parecido al arrepentimiento.La vi antes de pensar qué decir. Sentada en el escalón de la tienda cerrada, con la libreta en las rodillas, la mirada fija en un punto donde el viento se entretenía moviendo polvo como si quisiera dibujarle un camino. Su perro me vio primero: una alerta tensa, un gruñido breve, y luego ese meneo de cola que declara paz antes incluso de que uno la pida. Me detuve a dos pasos, sin saber si avanzar era un acto de valentía o de egoísmo.Ella levantó la cabeza. No h
La tía dejó el mate en la mesa y se fue al patio con el perro, como si entendiera que necesitaba quedarme a solas con mis pensamientos. El ruido del portón al cerrarse atrás de ellos dejó la casa en un silencio que no era silencio, sino una invitación a revisar lo que había evitado durante días. Me quedé frente a una pila de papeles viejos, un cuaderno de tapas gastadas y la necesidad urgente de hablarle a alguien que quizá nunca iba a leerme. Le escribí porque no sabía cómo decirle nada en voz alta, ni siquiera a su fantasma.Abrí el cuaderno en una página limpia. La lapicera tembló un poco antes de tocar el papel. Empecé por lo que más me costaba aceptarCarta 1.“Fran: no sé si estás vivo o si la ciudad se guardó tu nombre para sí. Me enojo cuando pienso que me mentiste, y me ablando cuando recuerdo cómo me sacaste del fuego. Hay días en los que juro que voy a olvidarte, pero después recuerdo tu voz diciendo mi nombre como si fuera una contraseña. En la plaza del pueblo pintaron de
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