El amanecer despuntaba sobre la costa cuando el coche de Thomas se detuvo en el mirador. Abajo, la playa de Rocas Blancas se extendía como una media luna de arena dorada, aún desierta a esa hora temprana. Las olas rompían con suavidad contra la orilla, como si el mar también quisiera ser gentil en ese día tan especial.
Cassandra bajó del vehículo y respiró profundamente. El aire salado le trajo recuerdos que creía enterrados: risas adolescentes, promesas susurradas, un primer beso bajo las estrellas. Diez años después, volvía al lugar donde todo había comenzado, pero esta vez no estaba sola.
—¿Es aquí, mamá? —preguntó Emma, bajando del coche con un pequeño salto. Sus ojos, idénticos a los de Thomas, brillaban con la emoción de la aventura.
—Sí, cariño. Esta es la playa de la que te he hablado tantas veces.
Thomas se acercó a ellas, cargando una cesta de picnic y mantas. Sus miradas se encontraron por un instante, y Cassandra sintió ese familiar cosquilleo en el estómago. Después de me