El café de Carla siempre olía a canela y decisiones que una aún no sabe si arrepentirse o agradecer. Era una de esas tardes donde el cielo se encaprichaba en llorar, y yo también. Pero a diferencia de él, yo sabía fingir mejor.
—Necesito hablar contigo —le dije apenas abrió la puerta. Ni siquiera esperé su respuesta. Entré como si los años no hubieran pasado, como si seguíamos teniendo veinte y creyendo que el mundo era domable.
Carla me miró con esos ojos grandes y preocupados que solía clavarme cuando me enamoraba del chico equivocado. Excepto que esta vez, el chico no era un error. Era un huracán con nombre propio: Thomas.
—¿Otra vez él? —murmuró, cruzando los brazos mientras yo dejaba el abrigo empapado en su sofá.
—No es tan simple —suspiré, apretando los labios como quien se resiste a tragar veneno.
—Nunca lo es contigo, Cass —rió sin humor—. ¿Quieres café o tequila?
—¿Tenés ron?
—Por vos, siempre.
Me serví dos dedos largos en un vaso corto. El primer sorbo ardió como debía. El