El cielo ruge como si presintiera lo que está por suceder. Gotas gruesas empiezan a caer sobre el parabrisas y yo apenas mantengo el volante recto. No sé si es la lluvia o mis manos las que tiemblan. Probablemente ambas. Mis dedos están fríos, los nudillos blancos de tanto apretar, y aún puedo sentir los suyos sobre mi mejilla…
Maldita sea.
No debí dejarlo tocarme.
No debí dejarme temblar por él.
Pero el cuerpo tiene memoria.
Y el mío, traicionero, aún recuerda lo que era arder bajo su mirada.
Maldigo por lo bajo, como si insultarlo en voz baja pudiera borrar el temblor que dejó en mí. Como si eso pudiera sacarlo de mi piel, de mis huesos, de los años que intenté vivir sin él y sin su nombre en mis labios.
Me detengo en un semáforo. La lluvia golpea como metralla sobre el techo del auto.
Y allí está, sobre el asiento del copiloto. Silencioso. Implacable.
El sobre.
No lo he abierto. No necesito hacerlo.
Sé lo que dice.
Lo he sabido desde la primera vez que Emma miró al cielo con esa me