El polvo danzaba en los rayos de sol que se filtraban por las ventanas sucias. Cassandra se detuvo en el umbral de aquella casa abandonada, sintiendo cómo el aire se volvía denso con cada respiración. Diez años habían pasado, pero el olor a madera vieja y a recuerdos persistía como si el tiempo se hubiera detenido.
—No tenías que venir conmigo —murmuró sin mirar a Thomas, que permanecía unos pasos atrás.
—Necesitaba hacerlo —respondió él con voz queda—. Hay fantasmas que debo enfrentar.
La casa donde habían compartido sus sueños de juventud ahora era apenas una cáscara vacía. Los muebles cubiertos con sábanas blancas parecían espectros silenciosos, testigos de lo que una vez fue y nunca volvería a ser.
Cassandra avanzó por el pasillo, sus dedos rozando las paredes descascaradas. Cada paso despertaba un recuerdo: risas en la cocina, discusiones acaloradas, besos robados contra esa pared, promesas susurradas bajo las sábanas.
—Aquí planeamos toda una vida —dijo ella, deteniéndose frente