5

Entré sin tocar. Sin avisar. Sin pensar.

Porque si pensaba, me detenía.

Y si me detenía, me quebraba.

La puerta del despacho temporal que Thomas había improvisado en el centro del pueblo se abrió de golpe, sacudiendo el aire viciado de café rancio y tinta de impresora. Él estaba de espaldas, concentrado en unos papeles, con las mangas arremangadas y ese maldito perfil que todavía sabía cómo hacerme olvidar que alguna vez lo odié.

Se giró con lentitud, como si ya supiera que era yo.

—Vaya. Buenas tardes a ti también —dijo, con ese tono bajo que siempre usaba cuando estaba a punto de provocarme o besarme. O ambas.

Ignoré el sarcasmo. Ignoré el temblor leve de mis manos. Caminé hasta su escritorio como una tormenta.

—¿Pediste la prueba de paternidad?

El silencio que siguió fue la única confirmación que necesitaba.

Me reí. Fue un sonido amargo, lleno de filo.

—Claro que lo hiciste. No podías confiar en mí ni en algo tan obvio como ver tu reflejo en sus ojos.

—No lo hice por eso —respondió con calma, pero su mandíbula tensa lo traicionó—. Lo hice porque quiero pelear por ella. Porque si voy a estar en su vida, necesito tener cada maldito papel de mi lado.

—¿Vas a pelear por Emma como si fuera una posesión? ¿Como si yo fuera el enemigo?

—¡No eres el enemigo, Cassandra! —se levantó, golpeando el escritorio con ambas manos—. Pero no confío en ti. No después de todo lo que callaste.

Nos miramos. No había espacio entre nosotros. Solo ira, historia, y una tensión tan densa que podía cortarse con las uñas.

—¿Y crees que tú mereces confianza? —espeté, alzando el mentón—. Te fuiste. Me dejaste. No sabías si estaba viva o muerta, y aún así te alejaste sin mirar atrás.

—¡Nunca dejé de mirar atrás! —gritó.

Sus palabras me empujaron hacia un borde invisible. Mis emociones eran una cuerda tensa, rozando el colapso.

—¿Y eso qué importa ahora? —susurré—. No estuviste cuando ella dio su primer paso. Cuando se enfermó. Cuando tuvo miedo por primera vez. Llegaste tarde, Thomas. Llegaste cuando ya habíamos aprendido a vivir sin ti.

Su expresión se torció. Dolor. Culpa. Algo más oscuro.

—Estoy aquí ahora.

—Tarde.

—Pero estoy. Y no me voy a ir —agregó, acercándose. Su voz se volvió más baja, como una amenaza y una súplica al mismo tiempo—. No me vas a sacar de su vida. No otra vez.

—¿Y qué hay de la mía? —solté, sin pensar. Sin filtrar. Mi voz salió rota, más vulnerable de lo que quería admitir—. ¿Qué hay de mí, Thomas?

Hubo un segundo en el que el mundo dejó de girar.

Solo existía su aliento cerca de mi rostro, el calor de su cuerpo a centímetros, y ese perfume inconfundible que me arrastró a las madrugadas donde lo amé como si amar no doliera.

—Me rompiste —susurré—. Me dejaste sin una palabra cuando más te necesitaba.

Thomas cerró los ojos, como si mis palabras fueran un disparo directo a su pecho. Cuando los abrió de nuevo, tenía fuego en la mirada. Pero no era furia. Era deseo.

Su mano se alzó. Lenta. Dudosa. Como si le doliera hasta respirar.

Sus dedos rozaron mi mejilla.

El toque fue leve, casi reverente. Como si temiera que mi piel lo quemara.

Y tal vez lo hacía.

—Lo siento —dijo—. Cassandra, lo siento tanto…

Mi cuerpo gritó por aferrarse a ese calor. Mis huesos temblaron por ceder. Mis labios se entreabrieron por instinto. Porque a pesar de todo, todavía lo deseaba. Con una rabia febril. Con hambre antigua.

Pero entonces la razón volvió. Fría. Cruel.

Retrocedí. Lo suficiente para que su mano cayera, para que el hechizo se rompiera.

—No confundas culpa con amor —dije, con la voz firme aunque por dentro me estaba desmoronando—. No me mires como si quisieras salvarme. Ya aprendí a salvarme sola.

Y me giré antes de que pudiera responder.

Caminé hacia la puerta con el corazón apretado en los dientes y la piel aún ardiendo por su roce. Cuando salí, no miré atrás.

Pero supe que él se quedó allí, mirándome como si yo fuera la guerra que nunca terminó.

Como si acabara de perderme por segunda vez.

Y esta vez, no iba a ser tan fácil volver a tenerme.

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