El café olía a canela y juicio.
Cada vez que la puerta se abría, sentía que alguien nuevo venía a ver de cerca al monstruo de la historia, a la bruja que escondió una hija, a la amante del forastero, a la que ahora se atrevía a caminar con la frente en alto por las calles que la vieron llorar.
Pero yo no lloraba hoy.
No más.
Me senté en la esquina más luminosa del café, la mesa que da justo a la ventana, como si el sol pudiera darme algo de coraje. O quemar la culpa que llevaba pegada a la piel desde hace siete años. La taza humeaba frente a mí, negra y fuerte. Me gustaba el café así: sin adornos, sin azúcar… como la verdad. Duele, pero despierta.
La primera cucharada fue amarga. Y no por el café.
—Mamá… ¿de verdad Thomas es mi papá?
Emma me había lanzado esa bomba dos días atrás, mientras desayunábamos en pijamas, con el cereal flotando en leche tibia. No supe si era el azúcar o su mirada lo que me hizo doler el estómago. Le dije la verdad. La resumida. Y desde entonces, todo el pueb