Corazones de Cristal Roto
Corazones de Cristal Roto
Por: Paulo
1

El aroma del café recién hecho siempre me pareció terapéutico. Como si por unos minutos pudiera olvidarme del pasado, de los errores, del hombre que me dejó sin siquiera mirar atrás. Mis dedos rodeaban la taza caliente mientras mi mirada se perdía por el ventanal, donde Emma, mi hija, jugaba con otras niñas bajo la tenue luz de la tarde.

Era un día cualquiera. Tranquilo. Casi… feliz. Hasta que escuché esa voz.

—¿Cassandra?

Dos sílabas. Bastaron dos míseras sílabas para que mi cuerpo se tensara y mi corazón se estrellara contra mis costillas.

No podía ser. No debía ser.

Me giré con lentitud, como quien destapa una herida vieja para comprobar si aún duele. Y sí, dolía. Como el infierno.

Ahí estaba. Thomas.

El mismo maldito rostro que aparecía en mis pesadillas y en mis fantasías con igual frecuencia. Ese mismo rostro que me juró amor eterno y desapareció sin un adiós.

Diez años. Diez jodidos años y él seguía tan imponente como lo recordaba. Tal vez más. El cabello algo más corto, la barba delineada, pero esos ojos… esos ojos seguían teniendo el poder de desnudarme con una sola mirada.

—No puedo creerlo… eres tú —dijo con una media sonrisa.

Yo no sonreí. Ni siquiera pestañeé.

—No. Soy tu mal karma con tacones.

Me observó como si no supiera si reír o disculparse. Se quedó en silencio, incómodo. Bien. Que lo estuviera.

—¿Cómo estás? —preguntó, como si me hubiera visto la semana pasada y no una década atrás.

—Genial. Me encanta que me recuerden los fantasmas del pasado justo cuando el café sabe mejor.

Thomas bajó la mirada, algo en su expresión se quebró. Lo bueno es que ya era tarde para ese tipo de remordimientos.

No le dije nada más. Me levanté con mi taza a medio tomar y salí de la cafetería con el corazón latiendo como un tambor de guerra.

Pero antes de cruzar la puerta, giré hacia la ventana. Su mirada ya no estaba en mí.

Estaba en Emma.

Y su expresión cambió.

Fue rápido. Un parpadeo. Un microinfarto emocional.

Una parte de mí quiso gritar. Otra solo quería correr.

Aceleré el paso y tomé la mano de mi hija. Thomas no se acercó, pero lo sentí detrás. Observando. Sospechando.

—¿Quién era ese hombre, mami? —preguntó Emma, con su vocecita suave.

—Nadie, cielo. Solo alguien que ya no importa.

Mentira.

Importaba demasiado.

El mundo debería tener un protocolo para estos momentos. Algo así como: “Atención, acaba de ver al amor de su vida después de diez años. Por favor, mantenga la compostura y no la cague.”

No funcionó.

La vi y todo mi cuerpo reaccionó como si alguien hubiera tocado un interruptor. Cassandra. Más hermosa. Más fuerte. Más jodidamente distante. Su voz tenía filo y sus ojos eran cuchillas.

Me lo merecía. Eso y más.

Pero lo que realmente me dejó sin aire fue la niña. Pequeña, de cabello castaño claro, ojos verde avellana. Un rostro que conocía demasiado bien… porque era el mío en versión miniatura.

Me quedé paralizado. Mi mente procesando una posibilidad que no me atrevía ni a pensar.

¿Era posible?

¿Podía haber sido tan imbécil… tan ciego?

Salí tras ellas, pero no me acerqué. Me quedé junto al poste de luz, observando cómo Cassandra la tomaba de la mano y se alejaba. Su cuerpo aún era tan familiar como el recuerdo de su piel en mis manos. Pero ahora caminaba con otra fuerza, como si hubiera aprendido a vivir sin mí. Peor aún… como si no me necesitara.

M****a.

Tenía una hija.

Y no lo supe.

Apenas cerré la puerta, solté el aire que llevaba conteniendo desde la cafetería.

—Ve a lavarte las manos, mi amor. Ya casi está lista la cena.

Emma obedeció, como siempre. Mi pequeña guerrera.

Yo, en cambio, caminé directo al armario del pasillo. Saqué la caja de recuerdos que juré no volver a abrir. Pero necesitaba hacerlo.

Dentro, entre papeles amarillentos y fotografías olvidadas, estaba aquella imagen. Thomas y yo en la feria local, con algodón de azúcar pegado en la nariz y risas sinceras en los labios. Era joven, tonta y creyente en finales felices.

Rompí a llorar.

Me abracé las rodillas en el suelo de madera. El recuerdo pesaba. La traición aún escocía. Y ahora… ahora, volvía con esa mirada. Como si no hubiera destruido todo.

Tardé diez años en reconstruirme. Diez años en enseñarle a mi hija que no todos los hombres se van. Diez años aprendiendo a no odiarlo… hasta que lo vi de nuevo.

Y el odio se disfrazó de deseo.

Aparqué frente a una casa que reconocí de una vieja dirección. La casa de los abuelos de Cassandra. La misma donde alguna vez pasamos tardes enteras besándonos como si el tiempo no existiera.

Y ahí estaban. Ella… y la niña. Emma.

Vi cómo entraban. Ella sostenía la mochila rosa de la pequeña con una mano y las llaves con la otra. Pero no era eso lo que me hizo tragar saliva.

Era la naturalidad del gesto. La rutina. La familiaridad.

Una madre y su hija.

Mi hija.

El corazón me martillaba el pecho. Mi respiración se volvió irregular.

La verdad empezaba a escupirme en la cara. Y lo peor… es que apenas era el comienzo.

"No confundas silencio con olvido. Algunos dolores solo aprenden a caminar en puntas de pie."

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