3

Había algo en las librerías infantiles que siempre me había parecido extraño. Tal vez porque nunca imaginé que entraría en una sin sentirme fuera de lugar. Rodeado de portadas brillantes, letras enormes y colores imposibles. Todo parecía diseñado para manos pequeñas… para mundos más puros que el mío.

Y, sin embargo, allí estaba.

Me moví entre los estantes como un intruso. Mis dedos rozaron la cubierta de un cuento sobre dragones buenos y princesas que sabían salvarse solas. Irónico. Justo como Cassandra.

No sabía qué esperaba encontrar. Tal vez a ella. Tal vez a esa niña. No sabía su nombre, pero tenía clavados sus ojos en mi cabeza. Esos ojos verdes, idénticos a los míos. Y algo en el pecho —una punzada lenta, molesta, hiriente— me decía que no estaba loco.

Entonces la vi.

Estaba en la sección de animales marinos, sentada en un pequeño puff, con un libro abierto sobre el regazo y la lengua pegada al paladar en ese gesto de concentración infantil que me hizo sonreír sin querer.

Mi sonrisa se murió al instante.

Eran mis ojos. El mismo matiz exacto. Ese verde avellana que siempre confundían con dorado bajo el sol.

Y no solo eso. Su nariz. La forma de su mandíbula. Las cejas.

M****a.

Mi corazón se detuvo. O rugió. No estoy seguro. Solo sé que me quedé allí, mirándola, paralizado como si un rayo me hubiese atravesado el pecho.

Ella levantó la vista. Me vio.

Y sonrió.

—Hola.

Su vocecita era tan clara como una campana.

—Hola —respondí, sintiendo que el suelo bajo mis pies se volvía líquido—. ¿Qué estás leyendo?

—Pulpos. Son muy inteligentes, ¿sabías?

—Eso he oído.

—¿Quieres ver uno? Mira, este se llama ‘Boris’. Es un pulpo detective.

Me senté frente a ella como un autómata. No podía apartar la vista. Cada gesto suyo, cada risa tímida, cada palabra… era como mirarme a través del tiempo.

—¿Cómo te llamas?

—Emma —respondió con orgullo, como si su nombre fuera parte de un hechizo.

Emma.

Emma.

Juro que me tragué el corazón.

—Qué bonito nombre. ¿Cuántos años tienes, Emma?

—Seis y medio. Pero mamá dice que ya actúo como si tuviera ocho.

Reí. O fingí reír. Porque por dentro me estaba rompiendo en pedazos.

—¿Y tu mamá está contigo?

—Sí. Está eligiendo libros de dinosaurios. Le gustan aunque diga que no.

Le gustaban los dinosaurios. Cassandra. Claro que sí. Recuerdo haberla escuchado discutir una vez con un paleontólogo en un museo solo porque “los triceratops eran los verdaderos reyes del Cretácico”.

Ella estaba aquí.

Y antes de que pudiera parpadear o respirar o inventar una excusa para no temblar, la vi.

Entró con paso firme, una bolsa en la mano, el cabello recogido de forma descuidada y la misma expresión con la que me golpeó en el pasado: esa mezcla perfecta de furia contenida y pasión sin nombre.

Nuestros ojos se cruzaron y el aire se cortó en dos.

—Emma —dijo con voz seca—. Ve a escoger otro libro, cariño. Ese lo tenemos en casa.

La niña obedeció sin chistar. Era educada, respetuosa. Como Cassandra. Como yo en mis mejores días.

Ella esperó a que su hija se alejara para mirarme con una intensidad que solo había visto en batallas. Se acercó. Lenta. Letal.

—¿Qué carajos haces aquí?

—No sabía que estaría—respondí, alzando las manos—. Te lo juro, no la estaba siguiendo. La vi… y…

—¿Y decidiste que era buena idea hablar con ella?

Me tomó del brazo. Fuerte. Con una furia que solo puede nacer del amor traicionado. Me arrastró fuera como si yo fuera un criminal. Y tal vez lo era.

Afuera, el sol quemaba. La calle era un horno, pero la mirada de Cassandra era más caliente.

—¿Estás completamente loco?

—Yo… tenía que verla —dije—. Cassandra, por Dios, dime la verdad. ¿Es mía?

Ella tragó saliva. Su labio inferior tembló. Un solo segundo. Luego volvió a erguirse como una diosa herida.

—No tienes derecho a hacer esa pregunta.

—¡Por supuesto que lo tengo! —espeté, sintiendo que mi voz se quebraba—. Si esa niña es mía, si es mi hija, necesito saberlo. No me puedes quitar eso también.

Sus ojos se llenaron de algo que no supe nombrar. Dolor. Culpabilidad. Terror.

—¿También? —susurró—. ¿TAMBIÉN?

—Me quitaste la oportunidad de ser padre. ¡De estar! —grité, olvidando el mundo, olvidando el tiempo.

—¡Te fuiste! —escupió—. ¡Desapareciste! ¡Ni una carta, ni una llamada! ¿Cómo te atreves a hablarme de lo que te quité?

Y tenía razón.

Dios. Tenía toda la maldita razón.

Ella respiraba con dificultad, como si todo el aire le doliera. Me miraba como si fuera el villano y la víctima al mismo tiempo. Y yo solo podía pensar que me merecía cada una de esas miradas.

—Cassandra… por favor.

Se alejó un paso. Sus dedos aún temblaban. Los labios presionados. No dijo nada.

Y en ese silencio brutal, lo entendí.

Estaba colgando de un hilo.

Un hilo que ella aún no cortaba porque, por algún demonio, me seguía amando. Aunque le doliera. Aunque lo negara.

—Emma es… —empezó, pero se tragó las palabras.

—¿Es mía?

Silencio.

—Cassandra… dime que no lo es. Mírame a los ojos y dime que no lo es.

Pero no pudo. No dijo nada. Solo me dio la espalda y regresó al interior como si su vida dependiera de ese movimiento.

Yo me quedé allí, en medio de la acera, con el pecho colapsando por dentro y una certeza cruel en los huesos.

Emma era mía.

Y me la había perdido.

Esa noche no dormí.

Saqué una caja vieja del fondo del armario. Una de esas cosas que uno guarda como castigo, como reliquia de lo que pudo ser. Entre recortes, fotos y recuerdos arrugados, estaba la carta.

La única que escribí. La que nunca envié.

Cassandra,

No sé si estás bien. No sé si aún piensas en mí. Pero yo sí. Pienso en ti cada maldita noche. Me fui porque era un cobarde. Porque no sabía cómo quedarme sin arrastrarte al caos. Pero pienso volver. Te juro que volveré. Solo dame tiempo. Solo un poco más…

Nunca la envié.

Nunca volví.

Hasta ahora.

Y quizás, solo quizás… era demasiado tarde.

Pero el fuego en sus ojos me decía que no todo estaba perdido.

Todavía no.Y si ella era el incendio, tal vez yo aún podía aprender a arder sin destruirlo todo otra vez.

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