4

Volver a este pueblo es como caminar por una niebla espesa, donde todo parece familiar pero nada encaja del todo. Las calles tienen la misma forma, las farolas aún parpadean cuando cae la noche, y el olor a pan recién horneado de la panadería de los Reyes sigue flotando como un fantasma de mi adolescencia.

Pero el aire es distinto. Está cargado. Como si todos supieran que regresé a romper un equilibrio que nunca debí abandonar.

—¡Thomas Moore! —Una voz me saca de mis pensamientos justo cuando salgo del café—. ¡Por todos los cielos, eres tú!

Me giro y la veo. Clara Villaseñor. La reina de los concursos escolares, ex capitana de porristas y chismosa profesional del pueblo. No ha cambiado demasiado, solo se le ha endurecido un poco la mirada… y quizá los juicios.

—Clara. —Sonrío con educación—. Qué gusto verte.

—¿Y tú aquí? ¡Diez años después! ¡Si esto no es un milagro, no sé qué lo es! —Me abraza sin pedir permiso. Perfume fuerte, uñas impecables. Todo como lo recuerdo.

Intento que la conversación sea breve, pero ella no me lo permite.

—¿Vienes por trabajo? ¿Vacaciones? ¿O… por Cassandra?

Mi mandíbula se tensa antes de poder evitarlo.

—Digamos que por razones personales.

Clara arquea una ceja. Una experta en olfatear drama.

—Mira tú. Pues Cassandra está… bueno, ya la viste. Guapa como siempre. Aunque más… fuerte. Como si el dolor la hubiera templado, ¿sabes?

No sé qué responder. No quiero seguir esta conversación.

—Y su hija, Emma, es una dulzura. Está en el grupo de lectura con mis mellizos. Tiene como… ¿qué será? ¿Nueve años ya? ¡El tiempo vuela!

El universo se detiene.

Nueve.

Mi cuerpo reacciona antes que mi cerebro. La sangre me golpea las sienes, los recuerdos se arremolinan como una tormenta: el último beso, el último adiós… y las fechas.

Nueve.

—¿Dijiste nueve? —pregunto, con la voz más neutral que logro.

—Sí, más o menos. La tuvo no mucho después de que tú te… bueno. Tú sabes.

Cada palabra es una cuchillada disfrazada de cortesía. Me despido con una excusa y me alejo como si me persiguieran los demonios.

Y lo hacen.

Camino sin rumbo por calles que mi memoria aún recuerda en penumbras. Las matemáticas no fallan. Yo me fui. Ella quedó. Silencio. Y luego, una niña con mis ojos, mi expresión, mi sonrisa torcida.

No puede ser casualidad.

Me detengo frente a una verja conocida. La pintura está descascarada, pero el olor a jazmín sigue siendo el mismo. Es su casa.

Y, sin pensarlo, cruzo.

Subo los escalones con el corazón en la boca y las dudas latiendo en mis costillas. No hay un plan. No hay estrategia. Solo un rugido primitivo pidiéndome saber la verdad.

Golpeo la puerta. Dos veces.

Unos segundos después, se abre.

Y ahí está.

Cassandra.

Vestida con una bata de seda color vino que se aferra a su cuerpo como si quisiera contarme secretos. Su cabello está revuelto, húmedo, como si acabara de salir de la ducha. Sus labios ligeramente hinchados. Sus ojos… esos malditos ojos. Fuego, hielo, y una pizca de sorpresa.

—¿Qué haces aquí? —pregunta, sin esconder el temblor en su voz.

—Necesito hablar contigo.

—No es un buen momento, Thomas.

—No me importa.

Ella se queda en el marco, dudando. El silencio es tan denso que casi puedo oír sus pensamientos. Luego, en un gesto inesperado, da un paso atrás.

Me invita a entrar.

No habla mientras cierro la puerta. El ambiente entre nosotros se vuelve espeso, cargado de electricidad estática. El aire huele a su perfume y a jabón. A intimidad que no me pertenece. A recuerdos que supuran bajo la piel.

—¿Qué quieres saber que no te haya dicho ya?

Me giro, la miro de frente. Y por primera vez, dejo caer las barreras.

—¿Emma es mía?

No lo grito. No lo acuso. Lo susurro con la voz quebrada. Como si decirlo más fuerte pudiera rompernos a los dos.

Cassandra cierra los ojos. Un instante. Solo uno. Pero basta.

Porque no dice que no.

Y eso lo dice todo.

—No fue así como debía enterarme —agrego, con un nudo en la garganta que me estrangula por dentro—. No de boca de una desconocida. No por chismes de pasillo.

—No te lo dije porque no sabía si ibas a volver. Porque cuando te fuiste, Thomas, me dejaste sola. Me dejaste sin una sola palabra.

—¡Quería volver! ¡Te escribí! ¡Te juro que pensé…!

—¡No lo hiciste! —me corta, y su voz retumba como un eco lleno de furia y llanto contenido—. No lo hiciste, Thomas. Esperé. Cada día. Cada noche. Y tú nunca llegaste.

Sus palabras me atraviesan. Me siento un impostor en su casa, en su vida, en la historia que escribimos a medias y ella tuvo que terminar sola.

La bata le resbala un poco del hombro. La curva de su cuello, la piel desnuda. Pero ya no es deseo lo que siento. Es culpa. Es pérdida.

Es amor, en su forma más cruda.

—¿Por qué no me buscaste? —pregunto en voz baja—. ¿Por qué no me dijiste que era padre?

Ella se muerde el labio. Y en ese gesto, veo a la Cassandra de antes. La que se sentaba sobre el capó de mi auto con las piernas cruzadas y una sonrisa desafiante.

—Porque no quería que Emma creciera esperando a alguien que tal vez no iba a volver nunca.

Y entonces lo entiendo todo. El silencio. El miedo. La barrera. No fue venganza. Fue protección.

Para su hija.

Para la mía.

Me acerco. No la toco. Pero estoy tan cerca que puedo sentir su respiración agitándose.

—Yo… merezco saberlo. Merecía haber estado allí. ¿Primera palabra? ¿Primer paso? ¿Cuando se enfermó por primera vez? Merezco eso.

—Lo sé —responde, y sus ojos se llenan de lágrimas que no caen—. Y tú merecías que te esperara. Pero yo también merecía no sentir que me rompía cada vez que no llegabas.

El aire se rompe. Ya no hay nada entre nosotros excepto dolor y una atracción que nunca aprendió a extinguirse. Nos miramos. No como extraños. No como amantes. Como lo que fuimos. Lo que aún podríamos ser.

Doy un paso al frente.

Ella no se mueve.

Su aliento roza mi mentón. Mis manos tiemblan. Podría besarla. Dios, podría. Y ella me dejaría.

Pero no lo hago.

Porque este momento no se trata de sexo ni de deseo. Se trata de la verdad.

Se trata de una niña que duerme a pocos metros, ajena a todo.

Se trata de un corazón que aún sangra.

Doy un paso atrás.

Y me giro.

No digo adiós. No hace falta.

Las palabras ya no son necesarias.

Cruzo la puerta y siento que el frío de la noche me atraviesa como una condena. El silencio detrás de mí es peor que cualquier grito. Porque dice todo lo que no pudimos.

Y mientras me alejo de su casa, solo puedo pensar una cosa:

Ahora lo sé. Y eso lo cambia todo.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP

Último capítulo

Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP