¡POR FAVOR, CEO, DESHIPNOTÍZAME! ¡OLVIDÉ A NUESTRA HIJA!

¡POR FAVOR, CEO, DESHIPNOTÍZAME! ¡OLVIDÉ A NUESTRA HIJA!ES

Romance
Última atualização: 2025-10-15
Yaz Salo  Atualizado agora
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Índice

Annika vive en una hermosa casa al lado de un hombre que jura ser su esposo, Leonhard. Sus días transcurren entre rutinas cuidadas, recuerdos difusos y una extraña sensación de vacío que no logra explicar. Él la protege, la colma de atenciones, pero algo no deja de atormentarla. Con frecuencia, sueña con una niña que la llama "mamá", pero ella nunca ha tenido hijos. Leonhard le asegura que solo se trata de su anhelo de ser madre y que ese deseo se manifiesta mediante sueños. Pero todo cambia cuando un desconocido aparece en su vida y pronuncia su nombre. Raiden Riegrow, un hombre herido por el pasado, la mira como si la conociera desde siempre. Sin embargo, Annika no lo recuerda. A medida que las piezas de su memoria comienzan a encajar, Annika descubre que nada de lo que la rodea es real: Leonhard no es su esposo, y su vida con él fue construida sobre mentiras, manipulación y control. Lo que alguna vez confundió con amor se revela como una prisión. Entre el amor verdadero que lucha por alcanzarla y la obsesión que se niega a perderla, Annika deberá elegir entre el pasado que le robaron y el futuro que la encadena. Y cuando recuerde quién es en realidad… alguien terminará perdiéndolo todo.

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Capítulo 1

C1: ¿Alguna vez tuvimos una hija?

Los dedos de Annika se deslizaban con una ternura sagrada sobre una piel suave y diminuta. Tocaba unas manos pequeñas, tan pequeñas que apenas podía sostenerlas con las suyas.

Eran manos de bebé. Gorditas, cálidas, con esos hoyuelos en los nudillos que parecían esculpidos por ángeles. Al acariciarlas, sintió un estremecimiento dulce en el pecho, como si todo su cuerpo hubiera sido tocado por algo celestial.

Sus ojos siguieron el contorno de esas manos hasta llegar al rostro de la criatura. Una bebita de mejillas redondas, pestañas largas y piel de porcelana. Ella sonreía, brindando una sonrisa diminuta, desdentada, que la llenaba de una dicha imposible de contener. Una felicidad que no se podía fingir, una plenitud que no se podía explicar.

Annika la tomó en brazos con una dulzura reverente, la acunó contra su pecho, la besó en la frente, luego en la mejilla. Tocó sus pies desnudos, jugó con sus deditos y los llenó de besos. Se la veía feliz, completamente feliz. Entera. Como si en ese instante no existiera nada más importante que esa criatura que descansaba entre sus brazos.

Y entonces, el tiempo pareció avanzar sin previo aviso. De pronto, la bebita ya no era un bebé. Era una niña como de tres años. Una niña hermosa, de cabello suave y ojos vivos.

Annika se veía a sí misma peinándola con cuidado, trenzándole el cabello mientras le cantaba bajito. La vestía, le abotonaba el vestido con una sonrisa dulce y luego la alzaba entre sus brazos para llenarla de besos. La besaba en la nariz, le hacía cosquillas, la alzaba hasta el cielo y la abrazaba con fuerza, como si su vida dependiera de no soltarla jamás. La felicidad que sentía era tan poderosa que se le desbordaba en la mirada. 

Y justo cuando ese amor parecía tan real… despertó.

El corazón de Annika dio un brinco dentro de su pecho. Se incorporó de golpe en la cama, respirando hondo, como si acabara de ser arrancada de otro mundo. Llevó la mano al torso, sintiendo los latidos golpeándole con fuerza las costillas, y una opresión extraña le rodeaba el alma.

Un segundo después, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Lloró en silencio, con la garganta apretada y con la mirada en algún punto de la oscuridad. No quería hacer ruido, pues no quería despertar al hombre que dormía a su lado, tendido en la misma cama, y quien era su esposo. Este dormía profundamente, ajeno al caos que se arremolinaba dentro de ella.

Annika se volvió a recostar con cuidado. Se tapó hasta el cuello y volvió a cerrar los ojos, repitiéndose el sueño una y otra vez, como si no quisiera que se deshiciera. Hasta que, lentamente, vencida por el cansancio, volvió a quedarse dormida.

La mañana llegó con el aroma del pan tostado y del café colándose en la cocina. Annika se movía entre los utensilios, partía el pan, servía el jugo, ponía los cubiertos… pero no estaba del todo presente. Seguía anclada en ese sueño que había tenido un gran efecto en ella.

De pronto, sintió unos brazos rodearla por la cintura desde atrás.

—Buenos días —susurró una voz masculina en su oído antes de depositar un beso cálido en su mejilla—. ¿Cómo amaneciste?

Leonhard Fischer. Alto, atractivo y siempre bien vestido, con esa forma encantadora de sonreír que lo hacía parecer el hombre perfecto. Tenía una presencia que imponía y a la vez tranquilizaba.

Annika se forzó a sonreír levemente, aunque no alcanzó sus ojos.

—Muy bien… —respondió en voz baja.

—Ten —Leonhard le entregó una cápsula, colocándola sobre su mano con delicadeza—. Tu medicina.

Annika sonrió ligeramente y asintió.

Se sentaron juntos en la mesa y él empezó a desayunar con entusiasmo, haciendo comentarios sobre el día y sobre algunos pacientes que atendería. Pero ella apenas tocó su comida. Revolvía su cuchara sobre el plato sin llegar a probarlo.

Leonhard la observó un momento en silencio, ladeando la cabeza.

—¿Estás segura de que estás bien? —preguntó finalmente—. No has tocado tu desayuno.

Ella levantó la mirada y lo sostuvo con cierta vacilación.

—Estoy bien… —murmuró—. Es solo que tuve un sueño extraño.

—¿Qué clase de sueño?

Ella se quedó quieta por un momento. Luego, dejó a un lado la cuchara con lentitud, como si necesitara un segundo para reunir el valor de poner en palabras lo que le estaba pesando el alma. Después, lo miró con seriedad.

—Leonhard… —empezó—. ¿Tú y yo… alguna vez tuvimos una hija?

Él la miró con una expresión de asombro. Sus pupilas se clavaron en ella como si hubiera escuchado algo completamente inesperado. Ni siquiera parpadeó. 

—¿Mi amor… por qué me preguntas eso?

Annika bajó un poco la mirada.

—Soñé con una niña —expuso—. Una niña preciosa. Y sentí que era mía. En el sueño… yo la cargaba, la cuidaba, la amaba. Me sentí tan feliz, tan completa… tan viva. Lo sentí tan real, Leonhard, tan real que por un momento pensé que esa niña de verdad existía. Que era mía.

Él se quedó callado, todavía observándola. Mientras ella, aún sacudida por el sueño, seguía preguntándose por qué… por qué ese vacío tan fuerte en el pecho, por qué ese amor tan real no parecía tener lugar en la realidad en la que estaba despierta.

—No es la primera vez que sueño con eso —agregó Annika—. Han sido varias noches ya, pero el de anoche fue distinto. Fue tan vívido, tan real... Sentí su piel bajo mis dedos. Sus manitas pequeñas, sus pies... Recuerdo los besos que le di, los abrazos. Cuando la peinaba, cuando la vestía. No parecía un sueño. Era como si hubiese vivido ese momento, como si no fuera una fantasía, sino un recuerdo.

Leonhard la observó atentamente desde el otro lado de la mesa, luego dejó su taza a un lado y frunció el ceño con preocupación.

—Mi amor, me inquieta que digas algo así —indicó—. Si realmente hubiéramos tenido una hija, no necesitarías preguntármelo. Lo sabrías, lo recordarías. Sería parte de ti. Ella estaría aquí con nosotros, no podrías olvidarla así, sin razón.

Ella quedó en silencio. Había lógica en lo que él decía. ¿Cómo podía siquiera imaginar no recordar a su propia hija? Pero, aún así…

—T-tienes razón, fue una pregunta tonta... —apartó la vista.

Leonhard estiró su mano sobre la mesa y tomó la de ella entre las suyas.

—Amor mío, no tuvimos ninguna hija —dijo con paciencia—. Pero quizás lo que está sucediendo… es que tu corazón te está hablando. Tal vez estás deseando con fuerza tener un hijo. Tal vez esa niña que ves cada noche es una manifestación de ese anhelo. ¿Tú quieres tener un hijo, mi vida?

Ella levantó la mirada, sorprendida. No esperaba esa pregunta.

Se quedó pensando. Realmente, nunca habían hablado del tema. O al menos no lo recordaba.

—Sí… sí, claro —respondió con una leve sonrisa que intentaba ocultar su confusión—. Me encantaría ser madre. Aunque… ahora que lo mencionas, no recuerdo que hayamos hablado nunca de esto. ¿Tú quieres ser padre, Leonhard?

Él la miró con dulzura. Sus ojos se suavizaron, y su sonrisa se volvió sincera, cálida.

—Por supuesto que sí —replicó sin vacilar—. Quiero tener todos los hijos que tú quieras. Si tú me dieras una hija con tu rostro, con tu belleza… o un hijo con tu fuerza, tu valentía, tu determinación… Mi amor, sería el hombre más feliz del mundo. No hay nada que me haría más feliz que eso.

Ella lo observó mientras hablaba. Él era perfecto. Todo en él parecía sacado de una historia hermosa: su amabilidad, su ternura, su paciencia. La forma en que la cuidaba, la manera en que siempre estaba atento a sus necesidades, trabajaba largas horas para mantenerla, y aún así, al llegar a casa, la atendía como si no existiera nada más importante en el mundo. Se desvivía por hacerla sentir bien. Y, sin embargo…

Aun cuando lo miraba con cariño, había algo que no encajaba. En sus recuerdos, ella se veía profundamente enamorada de Leonhard. Recordaba el día que lo conoció, recordaba cómo su corazón se aceleraba al verlo, cómo se emocionaba al recibir sus cartas o al encontrarse con su voz. En sus memorias, lo amaba intensamente.

Pero ahora ese amor no era el mismo. Sentía afecto, sentía gratitud, sentía ternura… pero no el amor de antes. No ese amor ardiente y desbordante que sus recuerdos mostraban, y esa contradicción la desconcertaba. Todo era tan extraño, tan inconsistente, como si algo no cuadrara, como si la vida que tenía no fuera del todo suya.

Pero jamás se lo diría. ¿Cómo podría lastimarlo? ¿Cómo podría mirar a ese hombre tan bueno, tan dedicado, y decirle que no sabía si aún lo amaba? Que algo se sentía roto dentro de ella y no sabía por qué.

Además, estaba enferma. Él la cuidaba, la protegía. Le había dado una vida tranquila, la trataba como una reina. ¿Qué clase de mujer sería si lo hería con sus dudas?

De pronto, su voz interrumpió sus pensamientos.

—Mi amor, ¿me estás escuchando?

Ella parpadeó rápidamente y asintió, como volviendo de un lugar muy lejano.

—Claro que sí —respondió, esforzándose por sonreír—. Te estoy escuchando.

Leonhard se inclinó hacia ella y le acarició la mejilla con la yema de los dedos, con esa delicadeza que siempre lo caracterizaba.

—Si tú quieres —manifestó él—, esta misma noche podemos comenzar. Cuando regrese del trabajo, te voy a consentir… y luego pondremos en marcha nuestro plan para tener a nuestro primer hijo.

Ella le devolvió una sonrisa.

—Claro que sí… estaré encantada —murmuró, como si esas palabras salieran de una parte muy escondida de su alma.

Pero por dentro sentía algo que no lograba comprender. Una sensación extraña, indefinible, como si una parte de su corazón no estuviese presente. Como si algo estuviera mal, aunque no supiera exactamente qué.

Esa sensación no era nueva. La había sentido muchas veces antes, y por eso no podía señalar el momento exacto en que empezó a cambiar lo que sentía por él. No podía determinar en qué punto el amor intenso que creía haber tenido por su esposo se desdibujó, se volvió solo cariño, solo gratitud.

Era como si la mujer que lo amaba con locura hubiese quedado atrás, atrapada en un sueño.

—Mi amor, por favor... —susurró Leonhard mientras se ponía de pie, se acercó a ella y tomó su rostro con suma delicadeza—. Cualquier anomalía que suceda, cualquier cosa que sientas fuera de lo normal, tienes que comentármelo. No soy solo tu esposo, también soy tu psiquiatra, y estoy haciendo todo lo posible por cuidarte, por protegerte de la enfermedad que te aqueja.

Leonhard hablaba con la firmeza de quien conoce cada rincón de la enfermedad de su paciente.

—Tú sabes lo delicada que es tu condición. Esos sueños que tuviste anoche… podrían ser una manifestación de tu anhelo, pero también podrían ser síntomas de tu enfermedad. Ya hemos hablado de eso. Lo hemos estado controlando bien hasta ahora, y no me gustaría que tuvieras una recaída. No quiero que regresen las crisis, ni las pérdidas de conciencia, ni esa angustia que tanto te ha hecho sufrir. Tienes que confiar en mí. Si me dices lo que sientes, lo que piensas, podré ayudarte. Solo así tendré un control total de tu evolución. Solo así podré protegerte, mi amor.

Leonhard se inclinó hacia ella con la misma devoción de cada mañana. Primero le tomó la mano con delicadeza, llevándosela a los labios como si fuera una joya preciosa. Luego la besó en la frente, con suavidad, y después en los labios, dejándole un roce cálido. La abrazó con fuerza controlada, como si no quisiera soltarla nunca, y su mano se deslizó con ternura por la mejilla de Annika.

—Llámame si sientes algo extraño —indicó—. Cualquier cosa, mi amor, por favor, avísame. Si necesitas algo, vendré de inmediato a verte.

Annika asintió con una pequeña sonrisa.

—Está bien… —murmuró.

Leonhard la besó una vez más, le dedicó una última caricia en el cabello y caminó hasta la puerta de entrada. Antes de salir, se giró para verla una vez más, como si quisiera retener su imagen. Luego salió y cerró con cuidado la puerta a sus espaldas.

Un "clic" seco resonó en la cerradura principal. Pero no fue el único.

Leonhard giró la llave tres veces, hasta asegurarse de que el seguro interno había encajado. Luego colocó dos candados más sobre la estructura de hierro que reforzaba la parte interior de la puerta. Uno al nivel de la cerradura, y otro más arriba, bien asegurado.

Finalmente, colocó una tranca gruesa de acero inoxidable que se deslizaba por dentro y solo podía manipularse desde afuera con una herramienta especial que él llevaba siempre consigo.

De esta forma, la casa quedó sellada.

Pero no solo era la puerta. Todo estaba cuidadosamente encerrado. Las ventanas estaban clausuradas desde el interior, cubiertas con paneles opacos y cristal reforzado, y selladas con marcos soldados directamente a las paredes.

Cada puerta del interior de la casa tenía su propio sistema de cierre: cerraduras electrónicas, candados dobles, incluso barrotes discretos ocultos tras la decoración de madera tallada. El pasillo que llevaba al sótano tenía una reja metálica que solo Leonhard podía abrir, y la escalera al desván había sido retirada. Solo él tenía acceso a los mecanismos. Solo él tenía las llaves.

La casa era amplia, luminosa en apariencia, con paredes blancas y pisos pulcros, pero en el fondo, no era más que una jaula elegante, diseñada para no parecerlo.

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C1: ¿Alguna vez tuvimos una hija?
C2: La niña de sus sueños.
C3: Soy su madre.
C4: Conocí a alguien.
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