Annika estaba completamente impactada por lo que veía. Frente a ella estaba la niña que varias veces había aparecido en sus sueños. Esa pequeña figura, tan familiar y a la vez tan imposible, la dejó paralizada, con el corazón latiéndole con fuerza dentro del pecho.
Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas hasta que el brillo húmedo los cubrió por completo. La niña jugaba, ajena a su presencia, y Annika la reconoció al instante. Cuando la pequeña levantó el rostro, todo se volvió innegable: la forma delicada de las cejas, el color de sus ojos, el lunar que descansaba justo debajo del mentón… Era ella. Era la niña de sus sueños, y estaba allí, era real. No era una visión, no era un espejismo ni una ilusión de su mente.
Un nudo se le formó en la garganta.
—No puede ser... —susurró. Todo dentro de ella gritaba que eso no tenía sentido.
Recordaba claramente lo que Leonhard le había dicho: que aquellos sueños eran simples proyecciones, fragmentos de su inconsciente deseando la maternidad, un refugio inventado por su mente para llenar un vacío que jamás había tenido forma real. Había querido creerlo, había querido convencerse de que solo eran fantasías.
Pero ahora, al verla allí, respirando, moviéndose, jugando con la arena, esa explicación se desmoronó como si nunca hubiese existido. ¿Cómo era posible soñar con alguien a quien jamás había visto?
Además, no solo se trataba de la impresión de haberla encontrado en el mundo real. Sino que sentía genuinamente que la amaba. En sus sueños, esa niña era su hija, así que su amor de madre despertó inevitablemente.
Sin poder resistirlo y movida por un impulso que parecía nacer del alma misma, Annika comenzó a caminar hacia ella. Cada paso era un acto de cuidado, como si temiera que un movimiento en falso pudiera desvanecer esa imagen, borrar esa presencia que tanto había anhelado.
La observó unos segundos más, detenida a una corta distancia, mientras la pequeña continuaba concentrada en su juego, amontonando con sus dedos un pequeño montículo de arena. Entonces Annika se inclinó con suavidad, bajando lentamente hasta quedar a su altura, con el corazón golpeándole el pecho.
—Hola... —articuló al fin con una voz dulce y delicada. Quiso que sonara amable, cercana, que no asustara a la niña.
La pequeña levantó la cabeza, y al cruzar sus miradas, Annika sintió que el aire la abandonaba. Por un instante, ninguna habló.
La niña, después de unos minutos de silencio, se incorporó lentamente. Con un gesto natural, sacudió el polvo de su vestido y frotó sus pequeñas manos, desprendiendo los restos de arena que se habían quedado adheridos a su piel. Dio un paso hacia atrás con cautela, como si el movimiento fuera una forma de marcar distancia, y luego giró el cuerpo, dispuesta a marcharse sin decir una sola palabra.
Pero antes de que pudiera alejarse, Annika, movida por un impulso, extendió la mano y sujetó con suavidad la delgada muñeca de la niña.
—Espera un momento —dijo en un tono de súplica—. Solo un momento, por favor.
La niña se detuvo. Miró su muñeca, observando los dedos que la rodeaban sin sobresalto ni temor evidente. Luego alzó lentamente la vista hacia Annika. Sus ojos se encontraron, y por un instante el tiempo pareció detenerse entre ambas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Annika, procurando no sonar insistente ni intimidante. La pequeña frunció el ceño, reflexionando, y respondió con una serenidad que sorprendió a la mujer.
—Mi papá me dijo que no debo hablar con extraños —dijo con naturalidad, como quien repite una instrucción muy importante que ha aprendido de memoria. No había reproche en su voz ni miedo, solo una obediencia tranquila.
Annika tragó saliva y asintió despacio, conteniendo el temblor en su garganta. Sus labios se apretaron levemente antes de hablar de nuevo.
—Tu papá tiene razón —respondió con una dulzura que apenas lograba disimular la emoción—. Eres una niña muy inteligente por recordarlo. Pero no te preocupes, cariño, yo no voy a hacerte daño, te lo prometo. Solo quería saludarte… hablar un momento contigo, ¿está bien?
La niña la observó en silencio. Hubo un instante en que pareció debatirse entre marcharse o quedarse. Parpadeó varias veces, como si buscara una respuesta dentro de sí, y finalmente asintió con un pequeño movimiento de cabeza. No intentó apartar la mano ni retroceder, simplemente permaneció quieta frente a Annika, observándola.
Sus ojos recorrían el rostro de la mujer con una atención casi extraña para alguien de su edad. La pequeña no parecía recordar nada concreto, pero había en su manera de observarla una familiaridad inexplicable, una especie de intuición que la detenía. No sabía quién era aquella mujer, no podía ubicarla en ningún recuerdo, pero tampoco la sentía ajena. Era como si su presencia, su voz o el modo en que la miraba despertaran una sensación cálida y conocida, una sensación que no lograba entender, pero que la mantenía frente a ella.
Mientras Annika aún sostenía la muñeca de la niña, una figura femenina apareció. Era una mujer vestida con sencillez: llevaba una camisa clara, un pantalón algo gastado y el cabello recogido en un chongo improvisado, del que se escapaban algunos mechones rebeldes que enmarcaban su rostro. Apenas se acercó y posó ambas manos sobre los hombros de la niña, apartándola suavemente de Annika, haciendo que soltara la muñeca que aún tenía asida.
—Perdón… ¿quién es usted? —preguntó la mujer.
Annika todavía estaba en cuclillas, con las manos extendidas hacia el vacío donde antes había estado la niña. Luego, levantó despacio la mirada hacia la recién llegada. El corazón le latía con fuerza, y por un instante se quedó sin saber qué decir. Frente a ella, aquella mujer la observaba con evidente inquietud, como si temiera que algo malo pudiera ocurrirle a la niña.
Annika se incorporó despacio, alisando instintivamente sus ropas para recuperar un poco de compostura.
—Lo siento… no quise preocuparla. De verdad, no fue mi intención molestar ni alarmarla —articuló, buscando las palabras correctas. Luego, tras una breve pausa, preguntó con cierta vacilación—. ¿Usted es su madre?
La mujer dudó un segundo, como si la pregunta la hubiera tomado desprevenida, pero respondió enseguida.
—Sí… sí, así es. Yo soy su madre.