Decidido, Raiden tomó la mano de Charlenne. La niña, aún confundida por lo ocurrido, obedeció en silencio, mirando hacia atrás con ojos preocupados. Raiden comenzó a caminar con paso rápido, determinado a alejarse de aquel lugar y de la mujer que, según él, había traicionado toda su confianza años atrás.
Sin embargo, antes de que pudiera avanzar más de unos pocos pasos, sintió una presión en el brazo. Annika lo había tomado, intentando detenerlo.
—Por favor, señor… espere —articuló ella.
Raiden se detuvo, y durante un segundo, el contacto de la mano de Annika sobre su brazo pareció desestabilizarlo por completo. El calor de su piel, la familiaridad de ese roce, despertó en él una oleada de emociones contradictorias: rabia, sorpresa, y una punzada de algo que no quería reconocer.
La miró fijamente, con el ceño fruncido, mientras ella continuaba hablando con visible confusión.
—Señor… —repitió Annika—. Dígame, por favor… ¿cómo sabe mi nombre? ¿Usted me conoce? ¿A qué se refiere con que