Los dedos de Annika se deslizaban con una ternura sagrada sobre una piel suave y diminuta. Tocaba unas manos pequeñas, tan pequeñas que apenas podía sostenerlas con las suyas.Eran manos de bebé. Gorditas, cálidas, con esos hoyuelos en los nudillos que parecían esculpidos por ángeles. Al acariciarlas, sintió un estremecimiento dulce en el pecho, como si todo su cuerpo hubiera sido tocado por algo celestial.Sus ojos siguieron el contorno de esas manos hasta llegar al rostro de la criatura. Una bebita de mejillas redondas, pestañas largas y piel de porcelana. Ella sonreía, brindando una sonrisa diminuta, desdentada, que la llenaba de una dicha imposible de contener. Una felicidad que no se podía fingir, una plenitud que no se podía explicar.Annika la tomó en brazos con una dulzura reverente, la acunó contra su pecho, la besó en la frente, luego en la mejilla. Tocó sus pies desnudos, jugó con sus deditos y los llenó de besos. Se la veía feliz, completamente feliz. Entera. Como si en es
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